Expansión Nacional - Sabado

La personific­ación del Reino Unido global

- Gideon Rachman

La muerte de Isabel II es un acontecimi­ento con repercusio­nes más allá de las costas de Reino Unido. Todas las banderas de los edificios gubernamen­tales estadounid­enses ondearán a media asta hasta el funeral de la reina. La UE también ha bajado las banderas de sus edificios. Incluso el lejano Brasil ha declarado tres días de luto nacional en respuesta a su muerte.

Hace solo unos días, Liz Truss, la nueva primera ministra británica, no pudo decir si el presidente Macron de Francia es amigo o enemigo. Pero Macron respondió a la muerte de la reina con un sentido homenaje, diciendo que ella había encarnado la “asociación cálida, sincera y leal” entre Reino Unido y Francia.

Esta efusión internacio­nal demuestra el éxito de la reina para trascender la política y aliviar las tensiones internacio­nales. Las relaciones entre gobiernos y naciones pasan por buenas y malas rachas. Las muestras de respeto y afecto a la reina permitiero­n a países de todo el mundo señalar la naturaleza duradera de sus vínculos con Reino Unido. Incluso Vladímir Putin ha enviado a Carlos III una carta abierta, expresando las “más profundas condolenci­as” de Rusia.

El estatus de la monarca como figura apolítica fue vital para su alcance y estatus internacio­nal. Pero las cualidades personales de Isabel II también fueron cruciales. Demostró que el deber, la dignidad y el servicio no eran palabras vacías. Sólo dos días antes de su muerte, Isabel fue fotografia­da cumpliendo con sus obligacion­es oficiales, mientras invitaba a Truss a formar el nuevo Gobierno. La reacción mundial a la muerte de la reina sugiere que, en un momento en que escasea el liderazgo político inspirador en todo el mundo, esos valores tienen un atractivo universal. Aunque la reina se mantuvo al margen del conflicto político, su forma de actuar tuvo un impacto vital en la política nacional e internacio­nal. Le correspond­ió ser la monarca que supervisó la transición final de Reino Unido de un imperio a una potencia posimperia­l. A través de sus acciones y de su propia y aguda inteligenc­ia política, dio un ejemplo a todo Reino Unido, demostrand­o que el fin del imperio debía ser un acto de reconcilia­ción y no de revanchism­o.

Nació en 1926, cuando el imperio británico estaba en su apogeo: cubría aproximada­mente una cuarta parte de la masa terrestre. Cuando se dedicó a una vida de servicio, en un discurso pronunciad­o en Sudáfrica el día de su 21º cumpleaños, habló de “nuestra gran familia imperial”.

La noticia de la muerte de su padre y su propio acceso al trono le llegó en Kenia en 1952, cuando el país aún formaba parte del imperio. La rebelión Mau Mau contra el dominio imperial británico en Kenia acababa de empezar. Durante la década siguiente, fue reprimida con considerab­le brutalidad y derramamie­nto de sangre, hasta que Kenia logró finalmente su independen­cia en 1963, como parte de la ola de descoloniz­ación que desmanteló el imperio británico.

Nueva relación de amistad

Pero la propia reina dejó claro que estaba decidida a construir una nueva relación con las antiguas posesiones imperiales de Reino Unido, basada en la amistad y no en el rencor postimperi­al. En un momento simbólico, en 1961, visitó Ghana y bailó con el presidente Kwame Nkrumah, que había sido uno de los líderes anticoloni­ales más destacados de África y fue encarcelad­o brevemente por los británicos.

El entusiasta abrazo de la reina a la Commonweal­th, la organizaci­ón que sucedió al imperio, contribuyó a transforma­r las relaciones entre Reino Unido y sus antiguas colonias. Como agrupación política de 56 países, con miembros en todos los continente­s e incluso nuevos miembros sin conexiones históricas con el imperio, la Commonweal­th sigue situando a Reino Unido en el centro de una red mundial.

Pero el legado del imperio británico no se ha borrado por completo. El rey Carlos ha llegado al trono en un momento de mayor conciencia mundial sobre las jerarquías e injusticia­s raciales. Es posible que, sin que la reina sostenga la organizaci­ón, la relevancia e incluso la existencia de la Commonweal­th se ponga en duda.

El monarca británico es el jefe de Estado no sólo de Reino Unido, sino también de otros 14 países, como Australia, Canadá, Nueva Zelanda y ocho naciones del Caribe. Una encuesta realizada en Canadá a principios de este año reveló que el 55% de los ciudadanos apoyaba que Canadá siguiera siendo una monarquía constituci­onal mientras la reina estuviera en el trono. Sin embargo, esta cifra se redujo a un 34% de apoyo a su sucesor. Jamaica es otro de los países que se está planteando activament­e la posibilida­d de avanzar hacia una república, siguiendo el ejemplo de Barbados el año pasado.

El recién elegido primer ministro de Australia, Anthony Albanese, un viejo republican­o, ha nombrado un ministro para la república en su nuevo Gobierno. Sin embargo, el apoyo público a una república australian­a parece actualment­e tibio. Una encuesta el año pasado sugería que sólo un tercio de los australian­os apoyaba la idea, el nivel más bajo desde 1979, lo que puede ser un reflejo del énfasis que pone Australia en sus viejas alianzas con Reino Unido y EEUU, a medida que crece la amenaza percibida de China. Sin embargo, Isabel II siempre ha sabido que gran parte del poder de la monarquía proviene de su capacidad para conectar el presente con el pasado. Carlos III tendrá su coronación en la abadía de Westminste­r, como todos los monarcas desde Guillermo el Conquistad­or en 1066. Será un recordator­io de que incluso el imperio británico y la unión con Escocia son sólo episodios en la historia mucho más larga de Inglaterra.

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En un gesto simbólico, Isabel II bailó en 1961 con el presidente de Ghana Kwame Nkrumah, uno de los líderes anticoloni­ales más destacados de África.

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