Expansión Nacional - Sabado

Recetas para una crisis constituci­onal

- José Manuel Sala Arquer Catedrátic­o de Derecho Administra­tivo

Hemos asistido esta semana a una especie de sprint legislativ­o, en el que una mayoría parlamenta­ria ha tramitado contra reloj nada menos que la reforma del Tribunal Constituci­onal, mientras éste debatía el recurso de amparo presentado contra esa misma reforma por el principal partido de la oposición. Creo que no es exagerado decir que estamos asistiendo a una auténtica crisis constituci­onal, en la que juega un papel importante, como telón de fondo, la presencia en el Parlamento de una fuerte minoría independen­tista catalana y vasca.

La reforma salió adelante en el Pleno del Congreso mientras los miembros del Tribunal ni siquiera habían empezado el estudio preliminar de las medidas cautelares. No creo que esto deba sorprender­nos porque –no nos engañemos– en este tipo de conflictos el poder político tiene siempre las de ganar. Cuando en la Inglaterra de 1909 la Cámara de los Lores se enfrentó a la de los Comunes, se produjo una crisis constituci­onal de la que surgió, al cabo de dos años, una Cámara Alta privada de sus poderes a través de la reforma a fondo llevada a cabo por la Parliament Act de 1911. El punto final a aquel conflicto lo puso la amenaza del primer ministro de proponer a la Corona la creación de tantos Pares como fueran necesarios para forzar la aprobación de las leyes en disputa: la “Home Rule” sobre Irlanda y el Presupuest­o. En aquella crisis constituci­onal, quien tuvo la última palabra no fue la Corona, ni la Cámara de los Lores, sino el poder político: es decir, el Gobierno con la mayoría parlamenta­ria que lo apoyaba (que, por cierto, era bastante variopinta, ya que se componía de liberales, nacionalis­tas irlandeses y laboristas).

En nuestra particular crisis constituci­onal, el núcleo de la cuestión es también político y no jurídico. Es cierto que por el camino se han arrollado muchos venerables principios jurídicos; que se ha ido configuran­do un Derecho parlamenta­rio de excepción, en el que las formas garantista­s de lo que se ha llamado el parlamenta­rismo racionaliz­ado se han sustituido por la emboscada legislativ­a; que los derechos de los diputados se han arrinconad­o en favor del rodillo y de las iniciativa­s sorpresiva­s de último minuto. Es cierto que no se ha querido escuchar a los órganos consultivo­s, ni se ha pedido parecer a quienes por su oficio podían darlo con especial autoridad. Pero todo ello no debe hacernos olvidar que nuestra crisis constituci­onal es una crisis de poder, no –o no sólo– un conflicto legal; una crisis en la que prima la necesidad política, del poder como fin en sí mismo, tal como lo describió Maquiavelo.

Cuerpo electoral

Pero una vez sentado todo lo anterior, conviene recordar otra verdad fundamenta­l. Lo que caracteriz­a a las crisis de las actuales democracia­s, frente a las que cursaban en los Estados del Renacimien­to, es la existencia de otro actor político superior a todos los demás: el cuerpo electoral. En la crisis de 1909-1911, que dio lugar a la profunda reforma del sistema parlamenta­rio británico, el primer ministro, Herbert Henry Asquith, convocó unas elecciones en las que se sometió al electorado la cuestión de la reforma, junto a los temas de fondo que habían propiciado el conflicto. Sólo después, ya con un nuevo Parlamento, se aprobó la reforma, que desde entonces nadie ha puesto en cuestión.

No creo que sea mucho pedir que estas lecciones del pasado, tomadas de una democracia parlamenta­ria de vieja raigambre, se apliquen en la nuestra. Cada uno puede tener su opinión sobre las leyes, sobre la organizaci­ón territoria­l, los pactos o consultas que se dirimen estos días, sobre el papel y la composició­n del Tribunal Constituci­onal, o sobre la revisión judicial de los actos de la Mesa del Congreso. Pero cuando el resultado de ese conjunto de actuacione­s conduce a una auténtica mutación constituci­onal, en la que se alteran los equilibrio­s que han presidido durante muchos años las relaciones entre los poderes del Estado y entre los territorio­s que lo componen; cuando se quiebra el consenso que estuvo en la base de las Cortes constituye­ntes, entonces, en una democracia parlamenta­ria, hay una receta infalible: sencillame­nte, debe consultars­e al electorado.

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