La infancia de Spielberg y el cine de siempre
Hace muchos años cuando no había plataformas digitales, ni vídeos e incluso ni Filmoteca Nacional, la recuperación de películas, que por edad u otras circunstancias no habías visto quedaban en manos de la benemérita TVE con una muy variada programación de cine en La 1 y no digamos en La 2 con programas como Cine Club. Fuera del ente público, y dejando aparte cine clubs y cine fórums regidos privadamente, los aficionados nos dedicábamos a una suerte de azaroso safari para cazar algunos títulos, las películas tenían permisos de explotación de cinco años, por los más variados, y en ocasiones variopintos cines de la geografía urbana. Jamás habría pisado alejados o conflictivos barrios madrileños de la época sin el aliciente de poder ver, ¡al fin!, Duelo en la alta Sierra o Mayor Dundee, de Sam Peckinpah o Una luz en el hampa o Corredor sin retorno de Sam Fuller. Eran sesiones azarosas por las condiciones de los locales, a veces no muy higiénicos ni precisamente confortables y por la deteriorada calidad de las películas, ya muy baqueteadas tras años de explotación despiadada, pero la satisfacción de ver películas míticas compensaba con creces esas excursiones.
Pues bien, ahora, y con otras condiciones, estupendas salas de cine y, por lo general, impecables proyecciones, he vuelto a peregrinar por los alrededores madrileños para pescar algunas películas que por razones que se me escapan, no hay manera de que ocupen los cines de la capital. Eso me ha sucedido esta semana con Devotion, una película norteamericana muy buena, a la antigua, esto es, ritmo alto, secuencias de acción brillantes y non stop, buenos personajes, narración moral, emoción y poderío visual. Soy un fan de las películas de aviones, sean de guerra o no; me pasa otro tanto con las de veleros y submarinos. En este caso, Devotion se basa en un caso real, una historia de amigos y héroes aviadores sita en la olvidada y terrible Guerra de Corea de comienzos de los años 50. La historia la hemos visto muchas veces pero es tan conmovedora que siempre nos engancha. Problemas psicológicos, supuesta cobardía, algunos guiños al racismo, al ordenancismo militar, individualidad y ya saben el mandato evangélico, el que quiera ganar su alma la perderá y el que la pierda por otro alcanzará la vida eterna. Entre Hawks, Wellman, Ford o Walsh, directa, impactante, más allá del esteticismo de Maverick, cercana a los relatos, magníficos, de James Salter sobre aquella guerra, Devotion te cautiva y atrapa. No se quién es su director, J. D. Dillard, ni sus dos protagonistas, Jonathan Majors y Glen Powell. No me importa porque son muy buenos.
Decepción. Esa es la palabra para definir mi opinión tras ver Los Fabelman, la autobiografía que ha filmado Steven Spielberg, por el que siento admiración desde que vi Duel, una película rodada para la televisión y explotada en cines en Europa, en la que de manera tan abstracta como brillante, un camión hacía la vida imposible a un tipo normal que conducía tranquilamente su coche. Spielberg junto con Lucas, De Palma, Scorsese, Bogdanovich, Friedkin, Millius y Coppola me reengancharon con el cine clásico a mediados de los años 70 tras padecer en los 60 y 70 la misma oleada de naderías modernas, vanguardistas y supuestamente rompedoras que padecemos ahora. Spielberg nació, como Truffaut –al que dio en homenaje un personaje en Encuentros en la Tercera Fase– en y por el cine. Es toda su vida y su talento, descomunal para ver y hacernos ver las películas, está fuera de toda duda. Es cierto que durante años hubo que rastrear la huella de algo personal, un mundo propio en su cine, que se adivinaba en familias deshechas, infancias complicadas, sueños perseguidos, a ratos descubiertos en Encuentros en la Tercera fase, ET, Atrápame si puedes, como lo fue su condición de judío en La lista de Schindler.
Con Los Fabelman, Spielberg abre en canal sus recuerdos de familia, su infancia dominada por la pulsión por el cine, su complicada y, parcialmente, solitaria adolescencia, y la desgarradura de la separación de sus padres. Un gran tema y un gran desafío. La película cuenta con un inicio deslumbrante, el niño fascinado en una sesión de cine por la visión de El mayor espectáculo del mundo, dirigida por Cecil B. de Mille, y una emocionante despedida con la lección de cine que John Ford, un fabuloso e inesperado David Lynch, da al joven adolescente a punto de sumergirse en la jungla de la industria. Entre medias, y sin contar un segmento muy poderoso, alrededor de la hora de proyección, de sentido melodramático centrado en el desgarramiento familiar, en el debe de la película hay que anotar un guion caótico, autocomplaciente, superfluo, ritmo sin pulso, con personajes desaprovechados –Michelle Williams como la madre Fabelman está desatada innecesariamente–, convencionalismos planos como el bullyng en la High School, y lo que más me ha llamado la atención, un look visual vulgar, y una inexistente, ¡en Spielberg!, puesta en escena, plana y con ribetes de telefilme de sobremesa. Aun así, Los Fabelman no es ni Babylon ni Tár.
‘Los Fabelman’ sorprenden con un ‘look’ visual vulgar, y una inexistente y plana puesta en escena
‘Devotion’ cautiva y atrapa con un director desconocido y dos protagonistas muy buenos