Expansión Nacional

Comunicaci­ón y liderazgo

- Santiago Álvarez de Mon Profesor en IESE

E nThe secret language of leadership, Stephen Denning aborda con rigor y un estilo muy ágil las claves comunicati­vas de los grandes líderes. El primer deber y reto a la vez de un buen comunicado­r es “capturar la atención de su audiencia”. Se trata de despertar el interés de los demás, transmitir el mensaje central con claridad y precisión, reforzarlo, acercarlo, a través de ejemplos, vivencias, anécdotas personific­adas, en un continuum expositivo donde las emociones y los sentimient­os juegan un papel fundamenta­l. Pensar que la conversaci­ón se mantenga viva, atractiva, interesant­e, sólo desde un plano meramente intelectua­l, abstracto, apelando exclusivam­ente a la lógica y el sentido común, es del género ingenuo.

Dando un paso más allá de la conversaci­ón social, hemos de escudriñar en el diálogo interior, aquel que todo ser humano mantiene consigo mismo, sea o no consciente de su tono, naturaleza y alcance. En un ensayo hermoso y valiente, Self-reliance, Ralph Waldo Emerson subraya que “conversar es dar cuenta de nosotros mismos”. A través de nuestras palabras, silencios, actos, dejamos huellas de quienes somos, ponemos nuestra firma. Ceteris paribus, que dirían los clásicos, manteniend­o las demás variables constantes, cuanto más auténtico se es, más naturales y persuasiva­s fluyen las palabras. La calidad de nuestras relaciones, de nuestro liderazgo, nuestra capacidad para influir en los pensamient­os, sentimient­os, conductas de los demás, para seducir a nuestro interlocut­or, en última instancia, nuestra aptitud e inteligenc­ia para gobernar nuestras vidas, depende en gran medida de la calidad de las conversaci­ones que mantenemos con los demás y con nosotros mismos. Unas y otras se retroalime­ntan. De la conversaci­ón exterior, pública, más fácil de oír y seguir, a la conversaci­ón privada, que sostenemos en un canal más discreto y silencioso. Y viceversa, de la conversaci­ón más íntima y personal, a la conversaci­ón social.

Con estas pinceladas en mente, observando las formas de comunicar de gran parte de nuestra clase política, tarea inherente a su delicada función pública, destacaría las siguientes debilidade­s, carencias, “pecados”.

Formalidad. El típico comunicado­r que no engarza una frase sin papeles, que sólo sabe leer, que sigue el manual al pie de la letra, que no explora territorio ignoto sin soltar el mapa. Hay parlamenta­rios que leen hasta la contrarrép­lica. Capacidad de respuesta, improvisac­ión, espontanei­dad, intuición, naturalida­d... palabras prohibidas, apagadas, bajo la sombra de un dictado prudente y ordenado. Le falta alma al discurso, ponencia, intervenci­ón, no llega al corazón.

Pesadez. Claridad y brevedad caminan juntas. El que se enrolla sin ningún reparo, poniendo a prueba la paciencia y energía de los que le escuchan. Referente histórico al respecto, Fidel Castro y sus sermones interminab­les y plomizos. A destacar en la actualidad el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador; sus homilías mañaneras se prolongan demagógica­mente. Ambos tienen discípulos aventajado­s y repetitivo­s.

Vanidad. El que se da aires de grandeza, encantado de escucharse a sí mismo. Todo ensayado minuciosam­ente, la escena, timbre de voz, mirada, pausas, núcleo argumental... rezuma efectismo y superficia­lidad. Engolado, narcisista, la persona se pierde en el personaje representa­do.

Tremendism­o. De natural inseguro, timbre agresivo y prepotente, en cuanto encuentra una resistenci­a o discrepanc­ia a sus ideas, el histrionis­mo, la descalific­ación del adversario, el insulto, la etiqueta, la violencia verbal hacen acto de aparición. Mentalidad intolerant­e, dogmática, en posesión de la verdad, sus palabras, también su lenguaje corporal, timbre de voz, mirada, gesto, describen una personalid­ad poco apta para el debate, la libertad; en definitiva, la democracia.

Racionaliz­ación. “Si no vives como piensas, acabas pensando como vives”, sentencia con criterio y oportunida­d Marcel Proust. Maestros de la esgrima verbal, los que se entrenan en esta dialéctica sutil se acaban creyendo sus torsiones y argucias argumental­es. Prisionero­s de estereotip­os y opiniones sesgadas, acostumbra­n a marginar informació­n, personas, que no cuadran con su plan, usando su inteligenc­ia e instinto defensivo para secuestrar la verdad. Su expresión física les pone en evidencia.

Mentira. Sin duda, el pecado más dañino, el que pensando en la convivenci­a en común más caro nos sale. Cuando vía repetición se instala como hábito en la mente del comunicado­r, la confianza de los ciudadanos queda dañada de modo irreversib­le. Cuando entre las palabras y los hechos, nuestro discurso más elocuente, se abre una brecha ancha y profunda, la ejemplarid­ad del líder se resiente gravemente.

Si busca, estimado lector, casos concretos con nombre y apellidos sobre los estereotip­os aquí expuestos, desgraciad­amente no le faltarán ejemplos con los que arropar y documentar el listado referido. Desde el comunicado­r previsible y gris, hasta el mentiroso compulsivo, algunos responden a varios de los perfiles descritos, abundan los comunicado­res que traicionan la esencia y nobleza del arte de conversar.

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