Un oscuro episodio del siglo XVII
El libro del antropólogo David Graeber, ya fallecido, tenía la teoría de que la economía moderna ha generado un gran número de trabajos inútiles, y “la gente que hace estos trabajos es completamente infeliz porque sabe que su trabajo no vale para nada”. Abogados de empresa, grupos de presión, mandos intermedios: todos son inútiles y lo saben.
Aunque han pasado cinco años desde la publicación de dicho libro, la gente sigue hablando de él, especialmente en el contexto del enigma actual sobre por qué algunas personas han dejado de formar parte de la población activa desde que comenzó la pandemia. ¿Se han cansado los trabajadores de fingir que lo que hacían todo el día era importante? El problema es que los datos no avalan la teoría de los “trabajos inútiles”.
Hace unos años, los investigadores Magdalena Soffia, Alex Wood y Brendan Burchell analizaron una serie de encuestas de la Unión Europea sobre las condiciones laborales para comprobar si era cierto que un número elevado y creciente de personas pensaba que su trabajo era inútil. De hecho, en 2015 solo el 5% de los trabajadores respondieron “rara vez” o “nunca” a la afirmación “tengo la sensación de hacer un trabajo útil”. Y esa proporción había descendido desde el 8% registrado en el año 2005. En contra de la idea de que los trabajos basura son más comunes en los sectores bien remunerados, la encuesta reveló que los basureros y los limpiadores eran más propensos a decir que su trabajo no era útil que los profesionales jurídicos y administrativos.
Por supuesto, no se descarta que la gente se esté mintiendo a sí misma o a los encuestadores. También es posible que consideren que su trabajo es “útil” en un sentido estricto, pero que les siga pareciendo inútil en un sentido más profundo. O puede que la teoría esté equivocada. Incluso si lo es, creo que Graeber ha puesto el dedo en la llaga al establecer una distinción importante que a menudo pasa desapercibida: hay una diferencia entre lo que una persona puede sentir por su trabajo y lo que puede sentir por las labores que desempeña. Le interesaba la idea de que alguien pudiera tener un buen trabajo, en el sentido de que estuviera bien remunerado y fuera respetado por la sociedad, y aun así no soportara su trabajo. A mí me interesa lo contrario. Cada vez conozco a más personas que aseguran amar y odiar su trabajo al mismo tiempo.
Tomemos el caso de los trabajadores sociales que cuidan de personas en casa o en residencias. En muchos países, el índice de vacantes en estos puestos es elevado y la rotación de personal es rápida. Pero sería un error llegar a la conclusión de que el trabajo es deprimente. Los grupos de debate de cuidadores de Reino Unido organizados por el think tank Resolution Foundation descubrieron lo contrario: la gente hablaba de lo mucho que valoraban la responsabilidad, la autonomía y la diferencia que marcaban en la vida de las personas. Un análisis reciente de los datos sobre bienestar en Reino Unido muestra que las personas con profesiones relacionadas con el cuidado de otras personas son las que más sienten que las cosas que hacen en la vida merecen la pena. El problema es más bien que los bajos salarios y la escasez de personal hacen que la gente esté demasiado agotada para ofrecer un trabajo de calidad.
El fenómeno no es exclusivo de los empleos peor remunerados. Hace poco, una psicóloga del National Health System británico me contó que la falta de recursos le impedía desempeñar bien su trabajo. En su opinión, se trata de un “problema muy común” en su profesión. “Nos encanta el trabajo que hacemos, pero estamos agotados por la falta de infraestructuras e inversiones y porque llevamos décadas de sobreesfuerzo”, lamentó.
Los bajos salarios y la escasez de recursos no son los únicos culpables de esta situación. Un mal directivo puede echar a perder un buen trabajo de la noche a la mañana. La burocracia también hace que la gente pierda el tiempo en tareas que les desvían del trabajo que quieren hacer y para el que fueron contratados. Estoy segura de que a algunas personas se les paga generosamente por trabajos que no les gustan y que no consideran importantes. Pero hay más motivos para preocuparse por las personas que se encuentran justo en la situación contraria. La buena noticia es que ese es un problema más sencillo de solucionar.
La obra Las brujas y el inquisidor, de Elvira Roca Barea, ha resultado ser la ganadora del Premio Primavera de Novela en su vigesimoséptima edición. La autora se aproxima en él a la figura histórica de Alonso de Salazar, tan olvidada como relevante, y nos conduce a un viaje apasionante por los entresijos de la brujería en el siglo XVII, cuando las guerras de religión, los conflictos políticos y otras circunstancias provocaron una masiva caza de brujas en Europa.