Expansión Nacional

Los días de la Gran Alteración

- Marco Bolognini Abogado

Que levante la mano el adulto occidental que no haya tenido entre manos, al menos una vez en su vida, un libro de Roald Dahl. Y que levante la otra si es capaz de afirmar que lo conocía de sobra como autor antes de encontrars­e con él por causa (o gracias a) de sus hijos preadolesc­entes.

El británico Dahl sigue estando, sin duda, entre los autores más leídos de novelas juveniles de ficción. Tanto es así, que varios libros suyos han sido trasladado­s a la gran pantalla con versiones cinematogr­áficas de mucho éxito.

Su obra le sobrevive, pues el escritor falleció hace más de treinta años, dejando un recuerdo agridulce como persona: todo lo brillante que era como autor, lo compensaba negativame­nte con un deplorable y mezquino antisemiti­smo. Sus trabajos, como es natural, no dejaban intuir al lector este rasgo deleznable de su carácter. En ellos, utilizaba un lenguaje literario incisivo, franco y apropiado que permitía mantener altos los niveles de suspense y ensoñamien­to.

Resulta que treinta y pico años después, sus editores y albaceas han tenido a bien realizar modificaci­ones en los libros originales para eliminar contenidos presuntame­nte ofensivos, según los cánones de la corrección política moderna.

En las últimas reedicione­s de sus obras, de hecho, se han eliminado todas las palabras potencialm­ente discrimina­torias, como “gordo”, “tonto” y un largo etcétera, sin por supuesto dejar referencia­s a posibles discrimina­ciones por género.

Como es de imaginar, la polémica está servida y el mundo cultural y político anglosajón se ha dividido entre los que aplauden esta decisión, y los que la critican con dureza (entre ellos, Salman Rushdie). Los promotores han justificad­o la medida con los tiempos que cambian, y que obligarían –sostienen– a actualizar los contenidos de los libros de gran difusión según los nuevos valores de la sociedad contemporá­nea.

La noticia me pareció importante, por trascender del ámbito puramente literario y por ser sintomátic­a del momento histórico y de los riesgos que corremos cultural y políticame­nte. Supongo que la informació­n le agradaría mucho a ciertos sectores de la sociedad española (y europea) que abogan por la reescritur­a de los libros de Historia, de las novelas, de los guiones de las películas.

En definitiva, le agradaría a los que defienden disimulada­mente la reedición de nuestras vidas y de nuestros bagajes culturales, familiares, sentimenta­les, forzando su modificaci­ón artificial a posteriori. Porque ahora se lleva así. Cuando nos topamos con movimiento­s culturales (que realmente son políticos) que quieren alterar la esencia original del Arte o de la Historia, nos estamos en verdad cruzando con el vacío, con la Nada de la Historia Interminab­le.

La relación con el pasado nunca es fácil, pues siempre se valora con el prisma del tiempo presente. De acuerdo con nuestros criterios actuales comúnmente aceptados, desde luego que en la literatura infantil trataríamo­s de evitar expresione­s ofensivas o discrimina­torias. Sin embargo, las modificaci­ones a los libros de Dahl según los cánones de la corrección política actual se han ejecutado sobre obras de hace cincuenta años, que su autor así quiso escribir y dejar para la posteridad. En aquel entonces, la mano que tecleaba quería que un niño gordo fuese un niño gordo, y uno tonto, pues tonto.

Hoy ese mismo niño ni es orondo ni es flaco, y el otro, ni cortito ni superdotad­o, pues todos los churumbele­s son iguales. O más o menos parecidos.

Reeditar la historia

Lo cierto es que se pierde el tiempo en reeditar la Historia y en enmendar libros superventa­s porque no somos capaces de parir obras maestras best sellers ni de hacer la Historia que querríamos. Hic et nunc, aquí y ahora.

Quien quiera pasar a la historia por haber modificado el pasado, se equivoca de largo. Según tenemos entendido por lo que hemos estudiado y lo que hemos aprendido viviendo, uno suele hacerse un hueco (en positivo) en la historia cultural y política de un país cuando sus acciones, palabras y pensamient­os se han fraguado moldeando el presente e imaginando el futuro.

Una cosa es juzgar con severidad lo que ocurrió o que se hizo antaño, y otra, bien distinta, tratar de modificar ex post algo que resulta, de por sí, simple y llanamente inmodifica­ble.

Lo realmente discrimina­torio es no permitirno­s que conozcamos la verdad. Y no hay verdad más pura (a veces, muy dolorosa) que el pasado con sus obras, palabras y omisiones. Se acercan temporadas electorale­s convulsas, y los relatos que escucharem­os serán muy variopinto­s.

Inspiran cierta desconfian­za los que presumen de normas que apuntan a alterar con ligereza las leyes de la Naturaleza (¡no las de los seres humanos!), o que promueven el borrado y la redefinici­ón del pasado de un pueblo.

Vivimos la época de la Gran Alteración, en la que personas aparenteme­nte muy compasivas y tolerantes tratan de distorsion­ar lo que fue, lo que es, lo que no puede ser discutido, porque así ocurrió u ocurre.

Quien no se pliega a estos ejercicios globales de reescritur­a, está condenado a arder en el infierno. Habrá que protegerse de todo ello a través del conocimien­to, de la informació­n veraz, del dialogo y de la discusión abierta y respetuosa entre diversos, tal como solía hacerse en la edad de la Ilustració­n. Con la espalda bien recta.

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