Agua y vivienda: disparaderos electorales
En vísperas de elecciones municipales, autonómicas y generales, el desgaste –agravado por la pandemia y el incierto final de la guerra– apremia al Gobierno a una urgente recolocación ideológica, el replanteamiento de la coalición y la seducción de una opinión pública sofocada por la inflación.
Tres exigencias que pueden ayudar a interpretar mensajes que se están lanzando a los llamados a votar, boquiabiertos con los anuncios millonarios de cada semana (deuda pública: 1,5 billones de euros). La ambigüedad moral, la crisis generacional y las dudas sobre el futuro han llevado a la política a amortajar la frescura creadora de la Transición, ahora sometida al libreto woke y una constelación de caudillos apareados con el engaño.
Cuando las dudas sobre lo que opinan los encuestados llegan con sello oficial y los candidatos, incómodos con la cercanía del baranda, recurren al embozo para espantar el desgaste, a uno no puede por menos que asaltarle el asombro.
Dos asuntos existenciales –complejos y estructurales– para la confrontación: agua y vivienda. Ambos precisan reflexión sosegada, discusión apacible y acuerdos alejados de la fiebre electoral que produce esa sensación de incomodidad y rechazo, que uno siente por actos que cometen otros, y que llamamos vergüenza ajena.
El agua
Las sequías –como los incendios y los pantanos– forman parte de la historia de España, pero nunca con el dramatismo que ahora les imprime el cambio climático, incluida una inequívoca menor disponibilidad de agua. En años de inclemente sequía y carencia apremiante de agua, los incendios de sexta generación –capaces de modificar la meteorología de su alrededor; sin que sirva la capacidad humana para apagarlos y solo la lluvia pueda lograrlo– apuntan a rebasar las cifras (en 2022, 309.000 hectáreas).
Desde aquel nonnato Plan Hidrológico Nacional de 2001, no se ha hecho una interconexión de cuencas para que toda España tenga agua, lo que ha puesto al desnudo un gran déficit en muchas partes de España, sin contar con los excesos que causan las lluvias cuando son torrenciales. A falta de que se afronte una nueva política de Estado, las escaramuzas se suceden, sin otro remedio que repartir la escasez. No corren tiempos propicios para hacer frente a los grandes retos del país. Y menos en plena refriega electoral.
La derecha andaluza, buscando dar respuesta a un problema que arrastra desde hace años, dio luz verde a la tramitación de la Ley de Regadíos en Doñana. Dirigida a legalizar cultivos, reconocer –como agrícolas– 800 hectáreas, 600 explotaciones de fruto rojo y fresa (que aportan trabajo a 30.000 personas), para que puedan utilizar el agua superficial de Doñana, junto a una especie de amnistía encubierta, es susceptible de poner en serios aprietos los frágiles ecosistemas de los humedales del parque.
La ministra del ramo (altavoz de los desposeídos, desde el inesperado cambio de mayoría absoluta) despreció al presidente-okupa: “señorito arrogante que dispara con pólvora del rey”. Y añadió una definición despectiva de Andalucía, «esquinita» del país, escenario de la primera escaramuza preelectoral.
En una confrontación ya imparable, el baranda autonómico, antes de viajar a Bruselas, capital de la Unión, para explicar la ley, se vengó: “No va a venir nadie de un ático de la Castellana
a decirnos lo que tenemos que hacer con un mando a distancia”.
El presidente del Gobierno –al que no le falta perseverancia– temeroso de que la reanudación de los regadíos en Doñana pueda llevar a la congelación de fondos europeos, clamó ventilado: “Doñana no se toca”.
Alfonso Guerra, que durante ocho años dirigió el Patronato del Parque Nacional, ha hecho un diagnóstico certero; “se está utilizando Doñana como disparadero electoral y eso es un error”, y una sugerencia: realizar una permuta de terrenos para solucionar una situación francamente mala.
La vivienda
Ferlosio decía que “el fascismo consiste, sobre todo, en no limitarse a hacer política y pretender hacer historia”. Y quienes un mes antes de las elecciones –antesala de futuro– arengan con la retórica de que la primera ley de vivienda de la democracia es “una conquista histórica”, es posible que tengan razón.
Cuando vivaquea la legislatura, el conglomerado reinante promete 100.000 viviendas sociales, ensoñación excesiva de cumplir porque muchas están ocupadas o no son aptas para vivir. Pero no hay tregua, piensa que la repetición insistente de esta propaganda reforzará su perfil de campeón de los débiles.
El 80% de las familias españolas son dueñas de sus viviendas y hasta ahora en que los gobiernos se han puesto a intervenir en zonas tensionadas, concepto novicio que parece haber llegado para quedarse, la cultura de alquilar ha tardado en germinar.
No en vano, cuando la solución a un problema existencial se encapsula en una ley que desampara al casero, reduciendo sus derechos y amplia las garantías para morosos y ocupantes ilegales, o sea, a quien la contraviene.
Las trabas para los desahucios anticipan que la recuperación de un piso será más difícil y el proceso se alargará. Lo que puede dar pie a que la oferta se reduzca, con el consiguiente aumento de los precios.
A este Gobierno le desazona que se cuestione la seguridad jurídica (Ferrovial) porque equivaldría a refutar el sagrado derecho de propiedad. Pero, deliberadamente, la nueva ley no distingue entre okupas que han vulnerado la propiedad e inquilinos con problemas, de cuyo auxilio el Gobierno responsabiliza al propietario, cuando debería ser el Estado a quien correspondería ofrecer una salida.
El estatus, preferente, otorgado por el Gobierno a dos partidos proclives a la ruptura constitucional, les ha convertido en integrantes primordiales de su masa crítica, facilitando el alumbramiento de una ley de vivienda que ha nacido con muletas: topes al alquiler, impuesto a las viviendas vacías y más tiempo para los okupas.
La maniobra para limitar los precios del alquiler, como vía para rebajar la tensión en el mercado, forma parte de la alianza estratégica, esencial para la estabilidad actual y la continuidad futura de la amalgama de opciones, que va a disputar el poder a las derechas, en las tres instancias en juego.
La obligación de notificar a las autoridades fecha y hora en que se va a llevar a cabo un lanzamiento –obstáculo para una ejecución efectiva– y las prórrogas para ejecutar el de un ocupante vulnerable, son exponentes de un modelo de sociedad, que debilita el derecho del propietario, al que le tocará “certificar” si los ocupantes emplean el inmueble como vivienda habitual; facilita que un inquilino moroso se transforme en okupa y anima a los inquilinos a que dejen de pagar y se resistan a ser desahuciados.
Lo que lleva al funambulismo populista a negar la ocupación: “Es un problema inventado por la derecha”.