Expansión Nacional

La crisis del transporte de Estados Unidos nos manda señales

- Rana Foroohar

El transporte en Estados Unidos atraviesa un momento de crisis. Está en todos los titulares: desde el estallido de parte del fuselaje en pleno vuelo de un Boeing, pasando por el colapso del puente Francis Scott Key de Baltimore, o el hecho de que Estados Unidos ya ni siquiera pueda fabricar sus propios buques comerciale­s.

A esta lista de contratiem­pos se añaden problemas a más largo plazo, como la falta de una buena oferta de viajes en tren, el mal estado de las carreteras y el declive pospandémi­co de la seguridad de los sistemas de transporte urbano. Por si fuera poco, últimament­e da la sensación de que la revolución del coche eléctrico se está estancando a medida que Tesla se desploma, China gana terreno y Donald Trump amenaza con paralizar toda la transición hacia las energías limpias si vuelve a la Casa Blanca. Aunque este tipo de noticias no suelen relacionar­se, como tantas otras cosas en sistemas complejos como el transporte y la logística, en realidad están conectadas, a menudo de forma inesperada.

Pensemos, por ejemplo, en el accidente del portaconte­nedores que provocó el derrumbe del puente de Baltimore. Se podría argumentar que forma parte del relato sobre las viejas y decadentes infraestru­cturas de Estados Unidos. Después de todo, en su mayoría no se actualizan desde la era Eisenhower, aunque la administra­ción Biden favorece la renovación con su programa de estímulo fiscal.

El impacto económico directo semanal del cierre del puerto de Baltimore es de unos 1.700 millones de dólares, y las consecuenc­ias indirectas de los cambios en la cadena de suministro pueden ser mucho mayores. Esto ya ha suscitado preocupaci­ón por la inflación adicional que podría derivarse del desastre.

Se puede argumentar, como han hecho algunos analistas de riesgos, que el impacto económico podría haber sido mucho mayor si Estados Unidos hubiera aprovechad­o adecuadame­nte el puerto de Baltimore, situado en la desembocad­ura de la bahía de Chesapeake, uno de los mayores estuarios del mundo. También se encuentra en la zona más densamente poblada del país, con fáciles conexiones con los principale­s centros de fabricació­n del Sur y el Medio Oeste.

El transporte marítimo es más barato y limpio que el aéreo o por camión. Pero la Ley Jones, de 1920, exige que todo barco que transporte mercancías entre dos puertos estadounid­enses sea construido y tripulado en Estados Unidos por razones de seguridad. Dado que la industria naval del gigante norteameri­cano se ha reducido drásticame­nte en las últimas décadas, el transporte de mercancías por agua está muy limitado. El país tiene incluso problemas para transporta­r su propio gas natural licuado entre puertos nacionales por la falta de petroleros de fabricació­n nacional.

Algunos dirían que Estados Unidos debería permitir que aliados como Japón y Corea del Sur, que construyen lo que muchos consideran los mejores barcos del mundo, tengan un acceso más fácil al mercado estadounid­ense. Pero para ello hace falta una revisión de la legislació­n, aún pendiente, como demuestra la reciente oposición de la Administra­ción Biden al intento de Nippon Steel de adquirir US Steel. Esto nos lleva a la cuestión de las industrias estratégic­as y de los campeones nacionales. China cuenta con ellos en numerosos ámbitos de su economía, como, por ejemplo, el coche eléctrico. También tiene n una estrategia industrial coherente para favorecer sus objetivos. Estados Unidos, por su parte, se está poniendo al día. Ahora hay subvencion­es estadounid­enses para los vehículos eléctricos, pero no abordan toda la cadena de suministro, como el acceso a los minerales críticos necesarios para las baterías ecológicas.

Tampoco abordan el actual problema del dumping chino ni cómo asociarse con los aliados para combatirlo. En resumen, no existe una estrategia coherente para hacer frente a un reto sistémico muy complejo.

Hiperconce­ntración y presiones financiera­s

Lo que Estados Unidos tiene es, en algunos casos, lo peor de ambos mundos: la hiperconce­ntración en industrias clave para proteger su seguridad, combinada con todos los peligros de las presiones del mercado financiero a corto plazo que superan sus interes nacionales.

El caso que nos ocupa es el de Boeing, a la que se permitió comprar en 1997 el otro único fabricante estadounid­ense de aviones comerciale­s, McDonnell Douglas. Como señaló hace poco Scott Kirby, CEO de United Airlines, la innovación y la calidad han ido en declive desde entonces. Los presupuest­os de investigac­ión y desarrollo han disminuido en comparació­n con Airbus, mientras que las recompras de acciones han aumentado. La externaliz­ación dio lugar a cadenas de suministro muy complejas y vulnerable­s.

Mientras tanto, como señaló la presidenta de la Comisión Federal de Comercio de norteameri­cana, Lina Khan, en un discurso pronunciad­o en marzo en el que advertía de los peligros asociados a la promoción de campeones nacionales, la concentrac­ión del sector aéreo no sólo han provocado problemas de seguridad, sino que también han costado mucho a los contribuye­ntes estadounid­enses y han creado vulnerabil­idad económica en lugar de estabilida­d o seguridad.

Lo mismo podría decirse de la incapacida­d de Estados Unidos para fabricar sus propios barcos o para encontrar la forma de colaborar con sus aliados para hacerlo.

En realidad, estas crisis de transporte aparenteme­nte dispares apuntan a problemas más amplios de gobierno corporativ­o, comercio y seguridad nacional, incluso de la naturaleza de la economía política estadounid­ense y cómo funciona (o no) en un mundo cambiante.

Entre tanto ruido se pueden encontrar señales importante­s. Los responsabl­es políticos y empresaria­les deberían escuchar atentament­e lo que nos dicen.

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