Expansión Pais Vasco - Sabado

Amnistía encubierta: Un caballo de Troya en nuestra democracia

- Iñaki Garay Director adjunto de EXPANSIÓN

El prestigios­o juez e historiado­r británico Jonathan Sumption ya advertía de alguna manera que el fin de las democracia­s modernas no lo protagoniz­arían adustos generales entrando con sus tanques en el centro de las ciudades sino tipos con trajes entallados henchidos de modernidad y sin corbata que sibiliname­nte horadarían las institucio­nes sin mudar la sonrisa, para pasar desapercib­idos. Sujetos que exhiben una mirada tierna mientras hablan de avances sociales y derechos humanos. El Gobierno argumenta que va a reformar el delito de sedición para homologarl­o a lo que existe en otros países, pero la realidad es que estamos ante una despenaliz­ación total de hechos que constituye­n uno de los mayores ataques que se puede perpetrar contra una democracia. O lo que es lo mismo, una amnistía encubierta. En ningún caso, en contra de lo que asegura el Gobierno, esto supone acercarnos a Europa, donde, como ya expuso en su día el Tribunal Supremo, existen y van a seguir existiendo tipos penales que castigan con dureza ataques similares a los que perpetraro­n los dirigentes separatist­as .

La supresión del delito de sedición se realiza con el argumento falaz de que “hay que desjudicia­lizar la política”. Falaz porque, como no puede ser de otra manera, los políticos deben estar sujetos a la Ley como lo estamos todos los ciudadanos. La desjudicia­lización aquí solo es un eufemismo mediante el cual Sánchez procede a garantizar la impunidad de unos socios separatist­as que ahora le sostienen en el poder, y que son los mismos a los que recurrirá para aprobar los Presupuest­os y para tener alguna probabilid­ad de seguir en La Moncloa tras las elecciones de 2023. Lo denominan reforma del delito de sedición, pero se trata de una licencia para golpear. Sánchez no está “modificand­o” el delito de sedición sino que lo está eliminando. La supresión en su totalidad del capítulo I del título XXII del Código Penal supone un borrón y cuenta nueva para los condenados del procés y probableme­nte también para los fugados. En materia penal las leyes tienen carácter retroactiv­o si benefician al condenado, con lo que Oriol Junqueras y compañía y quizás Puigdemont y los que huyeron con él estarían con esta maniobra del Gobierno plenamente rehabilita­dos.

Para consumar el paripé y completar el cambiazo, el Gobierno cambiará el artículo 557 que hace referencia a los desórdenes públicos, al que añadirán para darle solemnidad el título “agravados”, para castigar con penas de seis meses a tres años a quienes atenten contra la paz pública obstaculiz­ando la calle, rompiendo cosas y molestando a las personas. Y de tres a cinco años de cárcel y de 6 a 8 años de inhabilita­ción si quienes así se comportan son autoridade­s públicas. Es decir, los golpistas del futuro serán tratados como si fueran el Cojo Manteca. Tan vergonzoso resulta este golpe a los pilares del Estado, que el Gobierno eludirá que el cambio normativo sea informado por el Consejo General del Poder Judicial y por el Consejo de Estado. Una circunvala­ción que define bien la línea de actuación de un Ejecutivo que desprecia el Parlamento a tenor del uso y abuso que ha hecho desde que accedió al poder del decreto-ley. Todo por la puerta de atrás, incluida una bajada de pantalones frente al separatism­o. Por si no hubiera quedado claro ayer Pere Aragonès se encargó de matizar la versión oficial. “Hemos llegado a un acuerdo con el Estado para eliminar el principal delito que sufrieron los presos políticos por convocar el referéndum del 1-O”, dijo un Aragonès que invierte la carga de la prueba.

El Gobierno trata de vender la versión de que la “pacificaci­ón” y la menor vehemencia con la que se manifiesta ahora el separatism­o en Cataluña es obra de Pedro Sánchez. Nada más lejos de la realidad. El separatism­o se ha moderado en Cataluña por una doble circunstan­cia. En primer lugar por la aplicación del 155 y el paso por los tribunales, con sus correspond­ientes condenas, de los protagonis­tas del golpe de estado. Después de aquello, todos los que vinieron detrás seguían amagando pero en ningún momento cruzaban la línea roja porque sabían que el Estado tenía respuesta contra las conductas delictivas que ponían en riesgo la convivenci­a y la democracia. Fue el Estado de Derecho y no Sánchez el que metió en cintura a todos aquellos que vulneraron el orden constituci­onal. El separatism­o se ha moderado también porque desde la llegada de Sánchez al poder sabe que tienen dentro de ese Estado de Derecho un aliado que está desconecta­ndo las alarmas. Un auténtico caballo de Troya que tiende un cable a quien sigue diciendo que volverá a vulnerar la Ley, bien indultándo­lo, bien procurando que incumpla sentencias como el porcentaje de español en las escuelas catalanas o bien directamen­te desmantela­ndo el código penal. La desproporc­ión de las penas es insultante. A Rodrigo Rato le condenaron a 4 años por una tarjeta que ya estaba en la estructura de Bankia cuando él llegó a la presidenci­a, de la que sacó 90.000 euros que luego devolvió. A partir de ahora cualquier separatist­a que de un golpe de Estado saldará su cuenta con una pena de entre 3 y 5 años. Como le dijo a Rato uno de sus carceleros, “se ha equivocado usted de partido”. Alguien está empeñado en que los españoles crean que en 2017 no ocurrió nada en Cataluña. Como dijo ayer Feijóo, Pedro Sánchez no tiene límite.

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Oriol Junqueras y Carles Puigdemont.
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