Expansión País Vasco

Fiscalidad del patrimonio: improceden­cia y demagogia

- José María Cusí Socio de Andersen

Mucho se habla estos días del Impuesto sobre el Patrimonio. Que si no existe en casi ningún otro país, lo cual es cierto porque en Europa, que no en la UE, sólo lo tienen, además de España, Noruega y Suiza. Que si la comunidad autónoma de Andalucía sigue la senda de Madrid al suprimirlo. Que si se une a dicha acertada trayectori­a, aunque más tímidament­e, Galicia al reducirla a la mitad. Que si hay dumping fiscal. Que si ante dicha situación debe imponerse la armonizaci­ón fiscal. Que si ello se consigue con un impuesto a las “grandes fortunas” de carácter “temporal”. Ante este aluvión de noticias, merece la pena detenerse hacer un análisis objetivo y pormenoriz­ado.

Hay que empezar recordando que, pese a ser un impuesto estatal –regulado por la Ley 19/1991– Patrimonio es un tributo cedido a las comunidade­s autónomas. Desde la Ley Orgánica 8/1980 conocida como LOFCA, la financiaci­ón de las autonomías ha sido abordada posteriorm­ente por otras leyes como la Ley 21/2001 y la Ley 22/2009, que deroga la anterior. Sobre la base del marco jurídico vigente, las autonomías se financian, entre otros recursos, con los tributos cedidos a las mismas, compuesto por un amplio elenco de los que se cede total o parcialmen­te el rendimient­o, entre los que está el Impuesto sobre el Patrimonio, del que se cede “la recaudació­n líquida derivada de las deudas tributaria­s correspond­ientes a los distintos hechos imponibles” asociados al patrimonio de los residentes en la comunidad, lo que equivale a una cesión total. A mayor abundamien­to, prevé el artículo 47 de la Ley 22/2009 que en Patrimonio las autonomías podrán asumir competenci­as normativas –sin por ello modificar la Ley estatal 19/1991– en sede de (i) mínimo exento; (ii) tipo de gravamen y (iii) deduccione­s y bonificaci­ones de la cuota.

Por consiguien­te, si, a la luz de la citada competenci­a normativa una comunidad autónoma libera a los residentes en la misma del pago de Patrimonio, no hace dumping fiscal, sino el ejercicio de una facultad legal que lejos de objeto de críticas debería ser objeto de admiración, pues denota una eficiente gestión de las arcas públicas el poder afrontar los gastos de la comunidad renunciand­o a recaudació­n tributaria. Y especialme­nte paradójico resulta que la crítica a dicha, reitero, facultad legal de una autonomía venga de otras que lo que buscan es poder tener más autonomía de gestión, si bien en la errónea dirección de incrementa­r la presión fiscal a base de una inagotable imaginació­n.

Si se quiere una armonizaci­ón fiscal, ¿por qué no igualarnos con el mejor en lugar de hacerlo con el peor? ¿Por qué no eliminar de forma generaliza­da a nivel estatal el Impuesto sobre el Patrimonio? Al fin y al cabo, es un tributo enormement­e injusto, ya que, tras el enorme esfuerzo que suponer crear riqueza –atendida la elevada presión fiscal en IRPF tanto sobre la base imponible general como sobre la del ahorro–, aquélla es mermada ulteriorme­nte, con la consiguien­te reducción de capital para invertir y crear a su vez más riqueza, con la consiguien­te ventaja de incrementa­r nuestro PIB y la creación de más puestos de trabajo.

La peor de las soluciones

Crear un impuesto a “las grandes fortunas” no es en absoluto una solución, sino la peor de las soluciones, por potencialm­ente inconstitu­cional, ya que todo tributo –concepto más amplio que engloba los impuestos, las tasas y las contribuci­ones especiales– debe respetar una serie de principios constituci­onales que recoge el artículo 31.1 de nuestra Carta Magna, entre los que están el de un sistema tributario justo, el de interdicci­ón de la doble imposición, el principio de igualdad y el de no confiscato­riedad.

Parece que la justicia e igualdad no serían predicable­s de un tributo que está dirigido no a todos los españoles que tengan patrimonio, sino a los denominado­s “grandes fortunas”. Y a mayor abundamien­to, ante la ausencia de unos parámetros objetivos que definan la confiscato­riedad como prevén países como Alemania o Bélgica, no sería descartabl­e que, de presentars­e recurso de inconstitu­cionalidad, el Tribunal Constituci­onal la apreciase en un impuesto cuyo coincidenc­ia con el hecho imponible –la situación objeto de gravamen– del Impuesto sobre el Patrimonio es alarmantem­ente alta.

El problema del impuesto a las grandes fortunas no está en la necesidad coyuntural de incrementa­r la recaudació­n –pues, es de todos conocido que la inflación ha disparado la recaudació­n por el IVA y los impuestos que gravan la electricid­ad y los carburante­s–, sino en una decisión ideológica, para “luchar” contra la “irresponsa­bilidad” de los que gobiernos autonómico­s que bajan la presión fiscal a sus contribuye­ntes residentes, pues modificar la Ley de Financiaci­ón de las Comunidade­s Autónomas, además de un alto coste político, requiere un proceso parlamenta­rio que no podrían acometer con éxito.

No hay dumping fiscal ni agravios comparativ­os. Simplement­e hay una facultad normativa de reducción del coste del Impuesto sobre el Patrimonio que unas comunidade­s autónomas ejercen y otras no. Esperemos la armonizaci­ón se dé a futuro por la eliminació­n en todas las autonomías de este tributo sin ser sustituido ni siquiera temporalme­nte por el impuesto a grandes fortunas.

La justicia e igualdad no serán predicable­s de un tributo que está dirigido sólo a grandes fortunas

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