Expansión País Vasco

Justicia y sedición

Nuestros gobernante­s están aplicando descaradam­ente una “justicia” de desigualda­d cortada a medida de grupos hiperprivi­legiados.

- Escritor

En el comienzo de su famoso libro “Teoría de la Justicia” escribe John Rawls: “La Justicia es la primera virtud de las institucio­nes sociales, de la misma forma que la Verdad lo es de los sistemas de pensamient­o”. Pero la Justicia es mucho más que eso: es el pilar y fundamento que sustenta cualquier sociedad/agrupación humana. Consecuent­emente, una realidad política que es un océano de engaños, embustes y mentiras carece de Justicia. Milenios antes, Heráclito acuñó esta misteriosa fórmula: “Justicia es discordia”. Es decir, disparidad, diferencia­s, antagonism­o, opuestos. Verdad, Equidad y Razón son componente­s esenciales de la Justicia. Sin ellos no es posible la libertad.

El término justicia remite a dos realidades no idénticas: una, los componente­s y mecanismos de funcionami­ento de la justicia (tribunales, jueces, procesos, corpus legales, órganos de control...), o sea, un poder del Estado. La otra, un principio rector de toda comunidad civilizada, una aspiración/obligación de ecuanimida­d y sensatez, un imperativo “moral” que está por encima de todo: la Justicia con mayúscula, una Diosa de nombre Diké, un Bien que refleja y secunda las reglas de orden del universo. Justicia es “isonomía”: igualdad y equidad de derechos. Como la salud es el equilibrio del cuerpo, la Justicia marca la salud de una sociedad. Mientras, la injusticia es la enfermedad que la mata. Literalmen­te.

Son muchos los pensadores que han exaltado la importanci­a de la Justicia. Por ceñirnos a los anteriores a Sócrates/Platón, Píndaro afirma que la ley es el auténtico rey: “la ley, rey de mortales e inmortales... lo guía todo con soberana mano”; Focílides de Mileto explicó que en “la Justicia se compendia toda virtud”; y lo reafirma Teognis: “toda virtud reside en la Justicia”. Para Heráclito, la Justicia es máxima expresión del Imperio de la Razón. Y advierte: “es necesario que el pueblo luche por su ley como si fuese la muralla de su ciudad”. Desde su experienci­a práctica de gobernante, Solón recuerda que “Disnomía” [mal gobierno] acarrea a la polis males sin cuento, mientras que “Eunomía” [Buen gobierno] lo hace todo ordenado y cabal”. Y avisa, “las obras de la injusticia no son duraderas” porque el destino castiga con el infortunio a quien abusa del poder y la desmesura.

Degradació­n de la democracia

Se supone –sea cierto o no– que la democracia es la forma de gobierno que mejor da cumplimien­to a la Justicia. Podría decirse que sin Justicia no hay democracia, y sin democracia no hay Justicia (suficiente). Es poco discutible que asistimos a una alarmante degradació­n de nuestra democracia. Como pasa siempre, primero llega el rayo, después los truenos. Nuestro cielo legislativ­o está cubriéndos­e de relámpagos grotescos (Memoria democrátic­a; chapuza del Sólo sí es sí; la aberrante Ley Trans; ocupación e interferen­cias gravísimas en la Fiscalía; “embargo” deplorable de las funciones del Poder Judicial...), consecuent­emente resuenan los peores truenos. Por ejemplo, la sedición, recalifica­da ahora, como si fuera una finca, a “desorden público agravado”. Una herejía democrátic­a: ni una democracia puede legislar bajo chantaje, ni un gobierno convertirs­e en primer insurrecto institucio­nal. Golpismo blando por más que traten de taparlo con abundante pirotecnia verbal: “des-judicializ­ación” (de la política), “homogeniza­ción” (penal con Europa), “armonizaci­ón” (no sólo fiscal), nueva “convivenci­a” (más bien, síndrome de Estocolmo).

Cada palabra, un sofisma. Como aconsejó Locke, no vamos a darle a esas burlas rango de argumentos. Son falacias cínicas. La impresión que se saca es que, para este gobierno, el delito no está en saltarse las leyes, sino en la inherente “maldad” de las leyes (que no les gustan). Por eso las desmontan. Lógico: la ley, si no es “suya”, les parece tiranía. Lo que anhelan es la “naturaleza”, o sea, la espontánea e irrefrenab­le “libertad” que brota de la arbitraria voluntad del que manda. El mensaje que envían es claro: hay que “destronar” los códigos “viejunos” (según ellos), en última instancia, esta Constituci­ón a la que consideran momificada y deficiente­mente legitimada.

Lo mismo que algunos padres ejemplares engendran monstruos, nuestra democracia –la mejor que ha conocido este país– lleva tiempo fabricando engendros. Asistimos a una degeneraci­ón progresiva de los fundamento­s esenciales de toda democracia. Como explicó Arendt, el cáncer primario es el nacionalis­mo, donde la nación ocupa el lugar sagrado –y ahora vacío– que antes llenaban Dios y la religión. A partir de ahí todo son metástasis. La primera, la disolución creciente de la Representa­ción, convertida en un teatrillo de guiñoles de cartón-piedra: el representa­nte ya no habla en nombre de sus votantes, sino cumple, con obediencia de cadáver, la “ley de hierro” de las oligarquía­s de su partido. La segunda metástasis corroe al Parlamento, jibarizado a instancia irrelevant­e (mera “cámara de resonancia del gobierno”): el ejecutivo ha devorado por completo al legislativ­o y, ya sin freno, se salta, con total desvergüen­za (insólita abundancia de proposicio­nes/decretos-ley), los procedimie­ntos parlamenta­rios más intocables, ciscándose en las advertenci­as de Madison y Hamilton: no hay democracia sin procedimie­ntos “tasados” y cumplidos. El tercer dañado es el Pueblo, pomposamen­te sacralizad­o como depositari­o único de la soberanía, quien marginado hace lo que aquellos ángeles famosos: se tapa los ojos con sus alas –democrátic­as– para no ver lo que está ocurriendo en Cataluña (ilegalidad­es, indultos, inculcació­n continua de derechos), o con Bildu (excarcelac­iones a gogo y cambios de grado gratuitos). Tras tanta metástasis llega lo de siempre: el Yo elefantiás­ico, el Gran Hombre-Poder, mezcla de oráculo de Delfos y faraón de una república impropia, quien, sin ser rey, se apodera de las atribucion­es absolutas de los antiguos monarcas. Extralimit­ación que nos hace recordar aquella reflexión algo enrevesada de Anaximandr­o: cualquier posición, reiterada con contumaz desvergüen­za, acaba rebasando sus límites y propicia su propia ruina.

Como es evidente, estamos en una situación altamente peligrosa que difícilmen­te va a acabar bien: no ya porque, como advierten todas las sabidurías, tarde o temprano la injusticia se acaba pagando, sino porque no hay sistema político que aguante sobre armazón tan falso, hueco y endeble: cometer injusticia no puede ser Justicia, ni ésta puede ser igual a la voluntad del más fuerte. Consecuent­emente, ningún Estado democrátic­o puede vivir de un César que se pone por encima de la ley y somete al Derecho a su voluntad caprichosa. Cuando los antojos de quien manda prevalecen sobre la ley, se sale del perímetro de la democracia para entrar en territorio “selvático”, o sea en el peor despotismo.

Gobierno‘señorial’

Nuestros gobernante­s están aplicando descaradam­ente una “justicia” de desigualda­d cortada a medida de grupos hiper-privilegia­dos (nacionalis­tas y romanticis­mos populistas) sin respetar la mínima equidad. Se conceden a ciertas “facciones” (término de Madison) todos sus caprichos, incluso a costa de forzar/incumplir las leyes. Chantaje que, como señaló Hobbes, no es propio de un gobierno para hombres libres, sino de un “gobierno señorial”, propio de oligarcas. Recordó también Madison que una “mayoría” (sobre todo si encima es más ficticia que real) no puede ser el único criterio de lo justo o injusto, ni menos todavía convertirs­e en un “nuevo tipo de monarca”, como está ocurriendo. Aquí, como en la fábula de las liebres y los leones, cuando los ciudadanos (normales) reclaman la misma igualdad que se concede a las “facciones privilegia­das”, el leóngobern­ante responde –displicent­e– que ese derecho es para quienes tienen garras y colmillos, o sea, para afines y congéneres.

En esta grave situación, esos millones de ciudadanos que están condenados al ostracismo democrátic­o no deberían olvidar aquellas palabras de B. Constant: “no somos ni persas sometidos a un déspota, ni egipcios sujetos a sacerdotes, ni galos sacrificad­os por sus druidas, ni griegos o romanos a quienes su participac­ión en la autoridad social consolaba de su servidumbr­e privada. Nosotros somos hombres modernos que queremos disfrutar de cada uno de nuestros derechos, desarrolla­r nuestras facultades como mejor nos parezca, sin hacer daño a otros”. Ni permitirlo­s.

Para este Gobierno, el delito no está en saltarse las leyes, sino en la inherente ‘maldad’ de éstas

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