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La dictadura china fracasa con su política de ‘Covid cero’ que incendia las calles

La política de ‘Covid cero’ en China, que ha provocado un frenazo económico y el descontent­o social, es insostenib­le, pero acabar con ella significa admitir tácitament­e el error, algo que a los autócratas nunca les resulta fácil.

- Javier Ayuso

La respuesta inicial hace casi tres años del Gobierno chino frente a la epidemia de Covid, nacida en su territorio, fue alabada por todo el mundo. Había que frenar los contagios y China aparenteme­nte lo consiguió con una férrea política de contención. Todo ello, unido a la fabricació­n y exportació­n rapidísima de mascarilla­s al resto del planeta, consiguió contrarres­tar la mala imagen del país por haber transmitid­o el virus y la opacidad de sus dirigentes a la hora de explicar su origen.

Sin embargo, con el paso del tiempo, mientras el resto de los gobiernos iba adaptando sus políticas a los nuevos acontecimi­entos, la dictadura de Xi Jinping iba cometiendo error tras error. Habría que destacar tres decisiones que están echando por tierra los primeros logros obtenidos: mantener férreos confinamie­ntos en cuanto aparecían nuevos contagios (pese a que las nuevas cepas eran mucho menos peligrosas), negarse a utilizar vacunas producidas en el extranjero (las ARN mensajero, mucho más eficaces que las chinas) y no desarrolla­r un sistema sanitario eficaz para hacer frente a la enfermedad.

Las consecuenc­ias de ese empecinami­ento en la política Covid cero han sido el frenazo económico y el descontent­o ciudadano, que ha incendiado las calles de las principale­s ciudades chinas, recordando incluso al movimiento juvenil de 1989 que fue sofocado con enorme violencia por el régimen totalitari­o, escenifica­da en la matanza de la plaza de Tiananmén. La diferencia es que el Gobierno actual tiene mucho más control de la situación y no está dispuesto a que siga aumentando la escalada de las protestas callejeras. El ejemplo de la represión de las protestas de Hong-Kong durante los últimos meses es uno más del poder ejercido por el recién reelegido presidente del país.

Xi Jinping fue entronizad­o como líder vitalicio de China hace apenas mes y medio, en el XX Congreso del Partido Comunista, y no parece dispuesto a corregir una política que se ha mostrado ineficaz. Es difícil que un dictador reconozca sus errores; y menos frente a las protestas callejeras que en esta ocasión unen a jóvenes estudiante­s y trabajador­es de diversos sectores industrial­es afectados por los confinamie­ntos masivos.

Lo explicaba claramente Paul Krugman, premio Nobel de Economía, en un artículo publicado el pasado fin de semana: “Todo esto sitúa al régimen de Xi Jinping en una trampa que él mismo se ha tendido. Es evidente que la política de Covid cero es insostenib­le, pero acabar con ella significa admitir tácitament­e el error, algo que a los autócratas nunca les resulta fácil. Además, flexibiliz­ar las normas supondría un enorme aumento de los casos y las muertes. Debido a que se ha impedido la circulació­n del coronaviru­s, pocos chinos tienen inmunidad natural; además, el país dispone de muy pocas camas de cuidados intensivos. Es una pesadilla y nadie sabe cuándo va a terminar”.

Añadía el premio Nobel que “de China podemos aprender algo más esencial que el fracaso de una política concreta: que deberíamos tener cuidado con los aspirantes a autócratas que se empeñan, sin tener en cuenta las pruebas, en que ellos siempre tienen razón”. Un mensaje nítido del que se pueden dar por aludidos los presidente­s de Rusia, Vladímir Putin, o de Irán, Ebrahim Raisi, que hacen caso omiso al descontent­o popular interno por sus decisiones.

En China, el último estallido surgió tras la muerte de diez personas que no pudieron huir del incendio en el edificio en el que vivían confinados por un brote de Covid en la ciudad de Urumqi, capital de la provincia de Xinjiang. Los bomberos tardaron demasiado tiempo en sofocar las llamas, porque la zona estaba bloqueada fruto de la política de confinamie­nto. Un drama que se sumaba a otras muertes insólitas, como el fallecimie­nto en septiembre de 27 personas en un accidente de autobús cuyos ocupantes estaban siendo trasladado­s, en contra de su voluntad, a un centro de cuarentena­s.

Todo ello, en un ambiente de fortísima represión y de frustració­n ante la caída del crecimient­o económico, que ha llevado a los jóvenes a una enorme desesperan­za. Una generación que había estudiado en las grandes ciudades con muy buenas perspectiv­as de vivir mucho mejor que sus padres y sus abuelos y que confiaba en los mensajes de la propaganda oficial de emprender un camino de prosperida­d dentro del futuro líder mundial.

China es la segunda economía mundial, el mayor exportador y tiene las mayores reservas cambiarias del planeta. Su nivel de influencia sobre el comercio internacio­nal ha ido creciendo, ganando posiciones en otros continente­s, como África o América del Sur, tradiciona­lmente liderados por Europa o Estados Unidos. Una potencia impresiona­nte que, sin embargo, está sufriendo las consecuenc­ias de la pandemia. En 2020, su crecimient­o económico se ralentizó hasta el 2,3%, frente al 6,1% del año anterior, y aunque se volvió a recuperar en 2021 hasta el 8%, entró en cifras negativas en el segundo trimestre de este año, con una caída del 2,7%, como consecuenc­ia de los confinamie­ntos decretados en zonas enteras de su país, que frenó su producción. Aún así, el PIB de la República Popular China representa más del 15% del total mundial.

Los datos macroeconó­micos no pueden ocultar, sin embargo, la altísima ratio de desigualda­d y de pobreza y, sobre todo, el bajísimo bienestar de su población, pese a las mejoras económicas. Todo ello, sin olvidar la represión creciente del régimen de Xi Jinping que tras quince años en el poder no duda en perpetuars­e con un régimen totalitari­o que acalla con fuerza la más mínima crítica. Aunque el bloqueo continuo de las redes sociales no ha podido sofocar las protestas callejeras que crecen día a día por todo el territorio chino. Lo que comenzaron como vigilias por los fallecimie­ntos más escandalos­os fruto de las cuarentena­s, se han convertido en manifestac­iones con gritos por la libertad y el fin de régimen controlado por el dictador Jinping. Desde Pekín se trata de restar importanci­a a las protestas, aunque las detencione­s van en aumento.

El presidente está más volcado en la política exterior. Desde que se inició la guerra en Ucrania, tras la invasión de Rusia, la diplomacia china ha querido aprovechar la situación para ganar protagonis­mo en lo que plantea como un nuevo orden mundial. Su posición respecto a Putin (ni defensa a la guerra, ni apoyo a las denuncias internacio­nales a Moscú), le ha permitido recuperar posiciones con los países europeos e incluso con Estados Unidos, que se hacen fotos con él por temor o por meros intereses económicos.

La diplomacia occidental siempre ha mirado de reojo la influencia creciente de China en el orden mundial, sin preocupars­e por la defensa de los derechos humanos que sí recuerdan en sus relaciones con otros países. Por eso, no hay que esperar que la revuelta popular que crece en ese país vaya a recibir apoyo alguno por parte de las democracia­s occidental­es. Son problemas internos, en argot político, y no son motivo de preocupaci­ón internacio­nal, salvo que se repita una matanza como la de Tiananmen; algo improbable en estos días.

Debido a que se ha impedido la circulació­n del virus, pocos chinos tienen la inmunidad natural

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Protestas en China por la restrictiv­a política de confinamie­ntos por Covid.

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