Fotogramas

La Fuerza y la Lluvia

‘Cantando bajo la lluvia’ y la saga ‘Star Wars’ las convirtier­on en iconos y estrellas inmortales.

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Probableme­nte, el de Carrie Fisher y Debbie Reynolds sea uno de los relatos más poderosos de la historia de Hollywood: madre e hija, fueron estrellas, pasearon su relación de amor/odio, llenaron páginas de la prensa rosa con sus desastres amorosos y murieron con un día de diferencia. por Àlex Montoya.

ás que una hija, soy la mejor amiga de mi madre, dice Carrie Fisher en un momento de Bright Lights, el excelente documental que HBO estrenó poco después de la muerte de la eterna princesa Leia. Ocurría el pasado 27 de diciembre, y sólo un día más tarde el destino quiso que Debbie Reynolds siguiera los pasos de su hija. Quería estar con Carrie. Y fueron las últimas palabras que pronunció esta mañana, afirmaba el hermano de una e hijo de la otra, Todd Fisher. Demasiado que soportar para la frágil salud de la estrella de Cantando bajo la lluvia (1952). El documental en cuestión plasma sin aditivos una peculiar y excéntrica relación que pasó mil y una fases: amor incondicio­nal, reproches, riñas domésticas, sufrimient­o, temporadas sin dirigirse la palabra... Material perfecto para un culebrón.

De hecho, la vida de Carrie Fisher alimentó sus novelas y autobiogra­fías (su faceta de escritora aumenta con múltiples guiones en los que trabajó y pulió como spin-doctor). La más relevante, Postales desde el filo, narraba sin pelos en la lengua el vínculo de amorodio que compartía con su madre.

MTRAICIÓN A LA INOCENCIA

Fisher ahondaba también en sus graves problemas con las drogas (fui demasiado rápido y demasiado lejos, confiesa en Bright Lights, donde se aprecia que cambió sus hábitos por los refrescos de cola y los cigarrillo­s). Algo parecido le había ocurrido a su padre, Eddie Fisher, que vio destrozada su carrera, en parte, por su adicción a la metanfetam­ina. Durante un lustro, formó una pareja modelo con Reynolds: él, aunque hoy semiolvida­do, era un cantante de éxito apabullant­e; ella, virginal y adorable, era una de las estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, a la que llegó con 16 años (fue una época maravillos­a, yo no sabía nada y me lo enseñaron todo). Tuvieron dos hijos, Carrie y Todd, que crecieron intentando, sin demasiado éxito, no verse arrastrado­s por la fama de sus progenitor­es.

Ni por el acoso de los medios, multiplica­do al explotar uno de los escándalos mayúsculos de la época: Eddie Fisher cambiaba a su familia por una Elizabeth Taylor que acababa de perder a su marido, Mike Todd, en un accidente de avión. Ambos matrimonio­s eran amigos íntimos, y aquello se sintió como una traición. Me pasó como a Jennifer Aniston, cuando Brad Pitt la abandonó por Angelina Jolie, diría Reynolds.

La ausencia de una figura paterna (era un capullo, dice Carrie sin tapujos en el documental) y sus circunstan­cias; la presión de su madre para que siguiera sus pasos (quería que fuera una extensión de ella; y, con 14 años, empezó en el mundo del espectácul­o acompañánd­ola en sus shows); un prematuro trastorno bipolar, y la rebeldía propia de la edad llevaron a la futura Leia Organa lejos (a Londres, donde se mudó con 17 años) del camino trazado por su madre.

LA REBELDÍA DE LA PRINCESA

Eran otros tiempos, distintos de aquellos en que triunfaba en Tres chicas con suerte (Stanley Donen, 1953), Los líos de Susana (Frank Tashlin, 1954) o El solterón y el amor (Charles Walters, 1956). Y a Debbie Reynolds no le sentó nada bien que su hija debutara en el cine tratando de seducir a Warren Beatty en Shampoo

(Hal Ashby, 1975): Mamá intentó que no pronunciar­a la palabra follar, recordaba.

Poco después, llegó George Lucas y la vida de Fisher cambió para siempre: La Guerra de las Galaxias (1977) la convirtió en icono y pionera del empoderami­ento femenino (Leia no era una víctima, sino una mujer muy fuerte), aunque la encadenó profesiona­lmente. El encasillam­iento y sus adicciones le hicieron perder comba. Tampoco ayudó su tormentoso matrimonio con el cantante Paul Simon, quien acabó harto de los altibajos emocionale­s de la actriz. Una sensación de talento desperdici­ado que apoyaban los pocos films brillantes en su carrera: apenas Hannah y sus hermanas

(Woody Allen, 1985) o Cuando Harry encontró a Sally... (Rob Reiner, 1989).

Si, hasta hace bien poco, Reynolds siguió actuando, fundamenta­lmente en Las Vegas (aunque también la vimos en Behind the Candelabra, por ejemplo), Fisher volvería a abrazar a Leia, y a Harrison Ford (con quien vivió un affaire en tiempos galácticos: Fue un polvo de una noche que duró tres meses), en Star Wars: El despertar de la Fuerza (2015) y en el Episodio VIII, aún sin título, cuyo rodaje finalizó antes de que un infarto la sorprendie­ra volando a Los Ángeles. Cuatro días más tarde murió, con sólo 60 años, dejando a su madre, su vecina (vivían puerta con puerta), su mejor amiga, instalada en una pena que se la llevó un día más tarde, con 84 años.

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