El árbol de la sangre
El árbol de la sangre (España, Francia, 2018,
134 min.). Dir.: Julio Medem. Int.: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Daniel Grao, Najwa Nimri, Ángela Molina. DRAMA.
Podríamos considerar El árbol de la sangre como un ‘grandes éxitos’ de
Julio Medem. Casi todos los elementos que han poblado su cine y su imaginario desde su mítica ópera prima Vacas, se encuentran presentes en su última obra: las relaciones cruzadas entre los personajes, las paradojas y fugas espacio- temporales, los vínculos con la naturaleza y los animales, las pequeñas historias incluidas en otras más grandes que terminan por encajar y adquirir un sentido final y, por supuesto, su especial capacidad para convertir la realidad en un territorio a medio camino entre la fantasía y la poesía visual. Solo Medem podría copiar a Medem y lo hace asumiendo todas las consecuencias, en un salto sin red que nos lleva al extremo de su universo fabulador. En El árbol de la sangre encontramos miembros de la mafia rusa, cantantes punks esquizofrénicas, gigolós, traficantes de órganos y escritoras atormentadas.
Una fauna tan variopinta como los lazos retorcidos que se establecen entre los personajes y que nos conducen por las raíces envenenadas de una genealogía marcada por la locura, la pulsión de muerte y la pasión telúrica, las tres fuerzas motoras que mueven una narración que se sitúa en los límites de la más pura extravagancia.
Al igual que los protagonistas del film, Medem parece querer indagar en sus propias raíces, ir al origen de todo y reivindicar su identidad como cineasta. Puede que algo se haya perdido por el ca- mino, que haya forzado demasiado para alcanzar su objetivo final, pero en su film encontramos una libertad casi kamikaze a la hora de narrar, de dejar brotar la imaginación en un torrente inagotable de energía creadora. Así, El árbol de la sangre es tan excesiva como caudalosa en su necesidad por alcanzar una singularidad que, en estos tiempos de homogeneidad, casi es un síntoma de resistencia. Frente a los productos prefabricados hechos con escuadra y cartabón, el director nos ofrece una obra en la que la inventiva forma parte de su propia razón de ser. Medem se reafirma en ser Medem, para bien y para mal, como siempre. Habrá quien se deje absorber por su mundo y quien considere sus desvaríos como síntomas de delirium tremens.