PABLO VÁZQUEZ
Entusiasmo o pataleo. No hay matices. Y la disidencia, se paga. En la ilusión de las redes pierde la reflexión y gana la corrección política. ¿Qué efectos tiene tanta cercanía entre creadores y público?
El periodista, escritor (Las chicas terribles) y guionista (Amor tóxico) es nuestra firma invitada, y reflexiona sobre la distancia entre redes sociales y público.
Lamentablemente, los festivales se han convertido en hostiles entornos en los que cada visitante es un wannabe con ánimo de sumergirse en la crema. Cada película representa un producto que ya viene con su etiqueta antes incluso de que empiece a realizarse. No hay otra salida que la polarización: o entusiasmo o pataleo.
Toda disidencia es pagada con creces, porque te posiciona política e ideológicamente. Los matices se difuminan entre la atmósfera festiva de los eventos, donde críticos comparten copas y otros fluidos con productores, directores, jefes de prensa, representantes, actores e influencers. La democratización de la crítica a través de las redes podría haber supuesto una mayor honestidad en el juicio; por contra, cuanto más abajo te encuentres en la pirámide, más grande es tu afán por integrarte en la cultura del éxito. De ahí que no interese hacer una valoración crítica de fenómenos como los de Rodrigo Sorogoyen, los Javis (promotores, tal vez a su pesar, de la integración buenista de la diferencia; un discurso que aterrorizaría a Oscar Wilde, Quentin Crisp, Kenneth Anger, John Waters o, sin ir más lejos, Eduardo Casanova, no por casualidad ninguneado por la Academia), Carlos Vermut ( Quién te cantará, supuesta película indie prevendida a Netflix, a fecha del fin de la redacción de este artículo, solo ha interesado a 32.035 espectadores) o Carlo Padial (Algo muy gordo; mismo caso, 3.083 espectadores). El productor se lava las manos, pues ya tiene aseguradas sus ganancias. Este cambio de modelo no solo devalúa el papel del crítico en el proceso, sino que deja el juicio del espectador fuera del mismo.
Lejos de representar la voz del pueblo, como algunas productoras y partidos políticos pregonan, las redes sociales se nutren de un sector de la clase media irritada e irritable, muchas veces sobrepreparada y casi siempre desempleada, y por tanto, proclive y víctima de la mentada polarización. No quiero pecar de tecnófobo cargando contra un instrumento que aún estamos aprendiendo a manejar, y que ha permitido saltar al mundo real a escritores y articulistas notables. Con el reconocimiento de estos happy few, las redes han convertido a protocreadores en protocensores, quienes, a sabiendas de que no han alcanzado el estatus esperado, optan por convertirse en jueces, traicionando a su yo creador y generando, de paso, el estado de corrección política que ahora respiramos.
Uno echa de menos aquel tiempo donde la distancia entre los creadores y su público despertaba un mayor interés por sus obras y se pregunta si artistas de opiniones tan controvertidas como Paul Schrader o John Milius, de tener Twitter, habrían conseguido estrenar sus películas.
Pecan de forma pueril, por tanto, las productoras a la hora de exigir actores o directores con muchos seguidores para garantizar su éxito, confundiendo talento con popularidad y apostando por ese mundo feliz prefabricado que al ciudadano de a pie se la trae al pairo.
Cuando el espectador ya tiene la opinión del director en cuestión cada día a golpe de clic, mengua su interés por ver lo que tiene que contar. Lo mismo ocurre con la autopromoción de los actores en Instagram, cuyos seguidores por lo general están más interesados en el onanismo que en la cinematografía. ¿Han ayudado algo los más de seis millones de seguidores de Úrsula Corberó para aumentar las muy pobres cifras de El árbol de la sangre de Julio Medem? En uno de los episodios de The Young Pope, Jude Law, encarnando a un hipotético papa, argumentaba sabiamente que los artistas más influyentes han huido siempre de la exposición mediática, citando entre otros a Banksy y a Thomas Pynchon. Podemos buscar las razones donde queramos, pero me temo que cada vez es más evidente que la desconexión entre el público y los usuarios de las redes es absoluta.
*Pablo Vázquez es escritor, periodista y guionista. Autor de Las chicas terribles (Pre-Textos) y coguionista de Amor tóxico o Summertime.
“EL CAMBIO DE MODELO DEVALÚA EL PAPEL
DEL CRÍTICO Y DEJA EL JUICIO DEL ESPECTADOR FUERA DEL MISMO”