Raúl Arévalo, por Memorias de un hombre en pijama.
Pone voz (y cuerpo) a un cuarentón peterpanesco en ‘Memorias de un hombre en pijama’. En la vida real, le falta un año para entrar, ajeno al síndrome, en los cuarenta. Y sigue, como actor y cineasta, lleno de planes. Sin plazos. Pero imparable. Imprescindible.
El éxito, y antes el estrés, estuvieron a punto de pasarle factura. Pero no. Tomó las riendas y la lluvia de premios y alabanzas a su film de exordio, Tarde para la ira, una de las óperas primas más potentes del cine español reciente, compensaron el atragantón. Aprendió, no obstante, a aflojar. Es que casi muero.
Tenía entre manos a la vez Tarde para la ira (2016), Oro (Agustín Díaz Yanes, 2017) y la serie
La embajada (2016). No sé cómo no me estalló la cabeza. Pero en esta profesión en la que hay un índice de paro brutal, nunca sabes…
Aun así me dije: Cuidado, Raúl. Reconoce que
una cierta inquietud nunca desaparece. Pero soy un privilegiado absoluto. He podido parar sabiendo que tenía trabajo. Eso es más que ser afortunado. Se refiere a los cuatro meses sabáticos que ha disfrutado entre su Nerón teatral [antes había rodado consecutivamente Mi obra maestra (Gastón Duprat, 2018), Ola de crímenes (Gracia Querejeta, 2018) y un par de episodios de
El continental (Frank Ariza, 2018)] y su rodaje actual en Ibiza, Los europeos, novela homónima de Azcona que dirige Víctor García León, con
Juan Diego Botto y él como tándem protagonista: dos solteros que viajan a la isla a finales de los
50 en busca de sexo y fiesta. Hablamos, pues, con el Mediterráneo por medio.
¿Cómo fue la experiencia de poner voz a un dibujo?
Es la primera vez que doblo a alguien que no soy yo. Me costó entrar en el código. No querían una voz estilo Pixar, interpretada. En algún momento se habló de acercar el dibujo a mi gestualidad, pero al final me incorporé al proyecto para doblar a un personaje cuya animación ya estaba terminada. Su boca se mueve con un determinado tempo: él manda; no tú.
Tenemos todavía mucho que aprender.
¿Qué tal se lleva con el doblaje?
Nunca se me ha dado bien doblarme, técnicamente hablando. No es mi fuerte. Los de posproducción de sonido, que ya se lo saben, me ayudan, porque esa maravilla de sincronización que bordan algunos, como Manolo Solo, por ejemplo, yo no sé hacerla. Me pongo nervioso con la cuenta atrás: veo la luz roja, el 3, 2, 1…, y me equivoco.
Acaba de cumplir 39 años. ¿Cómo afronta, profesional y personalmente, esta etapa?
Estoy infinitamente más sereno que hace dos o tres años, en lo personal. Y disfrutando mucho con este rodaje. Adoro a Juan Diego Botto.
Aunque él no lo pretenda, es como un hermano mayor que me cuida y me calma.
¿En qué fase está la escritura de su nueva película?
En los parones que tengo como actor, le doy achuchones fuertes. Sin plazos. Y con
Bea Bodegas en la producción.
¿Ya le ha tentado Netflix?
Sí y no. Cuando lo acabe, a ver a quién le interesa.