Drama Crítica
Derechos civiles’ es la expresión, básicamente eufemística, a la que hace décadas los estadounidenses se aferraron cual clavo ardiendo para aludir la ignominia de que, bien avanzado el siglo XX, la autoconsiderada sociedad más justa del planeta (y a ver quién lo dudaba) necesitase aún de una ardua lucha interna para paliar la rampante desigualdad a la que desde siempre había estado sometida parte de su población por el mero hecho de pertenecer a una raza distinta a la de los colonizadores europeos. Siempre bienintencionados, a veces melifluos, y con frecuencia diseñados más para masajear conciencias y acaparar galardones que pensando en afrontar riesgo creativo alguno, los civil rights dramas forman parte casi medular del discurrir creativo y comercial durante los últimos 50 años del Hollywood más ideologizado y afín a la ‘izquierda caviar’ o, como diría Tom Wolfe, al radical chic; véase, la progresía acomodada y mayoritariamente caucásica. Empapado de humanismo pragmático, a ras de suelo, Green Book es un
civil rights drama canónico, de manual incluso, con todo lo que ello implica de apariencia más bien cuqui, chute inspiracional y aproximación templada a los desajustes raciales –como ocurre en Figuras ocultas (T. Melfi, 2016), o en la inadvertida pero no tan desdeñable 42 (B. Helgeland, 2013), o en Criadas y señoras (T. Taylor,
2011), o tantas otras hasta retroceder a
Adivina quién viene a cenar esta noche (S. Kramer, 1967) y Matar a un ruiseñor (R. Mulligan, 1962 ), intentando ubicar los orígenes del subgénero–.
Una pieza de orfebrería. Película intachable si no es desde cierta susceptibilidad ideológico-académica que convierte lo quisquilloso en paranoide hasta tambalearse al filo mismo de la patología, podrá no ser una obra de arte, pero desde luego sí lo es de orfebrería; y aunque tampoco haga crujir los goznes de la expresión fílmica, sin duda apabulla por lo bien pensada y mejor hecha que está. Uno podría ejercer de refunfuñón más papista que el Papa, de Don Limpio de la autenticidad artística y, por qué no, de sumo patrón del tarro de las esencias antirracistas, y reprocharla no ser lo que jamás pretendió, o no alcanzar, digamos, la áspera brillantez de Mudbound (Dee Rees, 2017) ni la prodigiosa sutileza de Loving (J. Nichols, 2016) –si acaso comparte más con su precedente de gama media, Por encima de todo (J. Kaplan 1992)–. Pero un proyecto tan espléndidamente ejecutado y de visionado tan satisfactorio en absoluto merece la desdeñosa ocurrencia de ser etiquetado como un Paseando a Miss Daisy (B. Beresford, 1989) con los pigmentos invertidos.