La cripta embrujada
MI VIEJA RELIGIÓN
Ahora que Divisa reedita Los diez mandamientos de Cecil B. DeMille, me viene a la memoria mi primer descubrimiento de la religión más poderosa del siglo XX. No fue viendo la película –eso vino después–, sino manoseando boquiabierto y babeante el álbum de cromos que seguía, paso a paso y casi fotograma a fotograma, la odisea bíblica de Moisés, versión Hollywood. Mirando y remirando ojiplático las imágenes en brillantes colores satinados que representaban al barbudo Heston como patriarca hebreo con las Tablas de la Ley… Pero también como musculoso esclavo cubierto de barro; a esa Diosa Triple que se aparecía con los rostros y las curvas de Anne Baxter, Yvonne De Carlo o Debra Paget, y, por encima de todos, todas y todes, al divino Ramsés encarnado por Yul Brynner, resplandeciendo como Ra sobre una interminable estela de estrellas (John Derek, Nina Foch, Vincent Price, Edward G. Robinson, John Carradine, Dame Judith Anderson… y qué sé yo cuántas más). Así descubrí que del épico recontar hollywoodiense del poder y la gloria de Jehová nacía en realidad un nuevo paganismo politeísta a la medida de mis propios sueños, delirios y deseos. En ese mismo instante, quizá con seis u ocho años, quedé convertido ya en viejo pagano, hedonista y resabiado.
Quizá sea esta y no otra la verdad revelada que no llegamos a escuchar de labios de la siniestra matrona de ese nuevo culto al dolor y la agonía, con sadianos ecos místicos de Bataille, que descubrimos al final de Martyrs (Vértigo): no existe más allá ni paraíso, salvo el de Hollywood. Y hasta ese se desvanece hoy como polvo de estrellas, arrastrado por el viento infernal de la tormenta digital y su algoritmo impío. Amén.