UN ROMANCE A PRUEBA DE BALAS
Tony Scott era como Douglas Sirk. Nunca lo respetaron, la gente lo despreciaba porque era muy comercial. Ahora dan clases sobre él, decía Quentin Tarantino meses después de la muerte del hombre que adaptó su guion de Amor a quemarropa. El verborreico Tarantino solía contar que la habría hecho romántica, pero mucho más cínica: Yo quería al público enamorado de Clarence antes de que le volaran la cabeza.
Pero Tony no. Y no porque quisiera hacer una mierda comercial, él decía que amaba a esos críos y no podía matarlos. Los críos eran Clarence y Alabama (ojo, el nombre del submarino de Marea roja, en cuyo guion metió mano Tarantino, guiño-guiño, codo-codo), o el empleado de una tienda de cómics que habla y ve a Elvis Presley, y el amor de su vida, una prostituta a la que conoce en un cine con sesión triple de Sonny Chiba. Tony Scott arropó el relato, se lo hizo suyo, y Tarantino quedó satisfecho, mucho más que cuando Oliver Stone se apropió de otro libreto suyo, primo hermano del que nos ocupa, el de Asesinos natos. Hoy, Amor a quemarropa se ha convertido en una película de culto.