EL CREPÚSCULO DE DRÁCULA
No. El vampiro romántico no lo inventaron Anne Rice, ni Coppola ni Stephanie Meyer. Quien lo dude, no tiene más que dejarse arrastrar al delirio erótico, gótico y surreal de El gran amor del Conde Drácula (1973), editada (al tiempo que El jorobado de la morgue) por El 79, en versión restaurada y sin censura, acompañada de extras. Javier Aguirre, que solo un año antes publicaba su vanguardista manifiesto Anticine, y Jacinto Molina, añorado Paul Naschy, se asociaban creando al alimón uno de los artefactos más fascinantes del fantaterror ibérico. Un palimpsesto de temas y motivos recurrentes, de la Universal a la Hammer. Paul Naschy, tan convencido de su atractivo erótico y carisma de galán que desarma cualquier crítica a su físico poco o nada vampírico, se empeña en reinventar al Conde Drácula a la luz de sus obsesiones románticas, más propias del licántropo o la momia, hasta el extremo de llevarlo al suicidio por amor. Javier Aguirre orquesta una sinfonía atonal de imágenes eróticas, sádicas, sangrientas y oníricas que deslumbran con sus vampiras desnudas, lésbicas y hambrientas.
El sinsentido desborda los sentidos, convierte la fotonovela sentimental en fumetto nero, lo cursi en sadiano. El destape destapa nuestras húmedas pesadillas libidinales, elevando el plagio gótico a delirio erótico del pintor Clovis Trouille o pastiche de Max Ernst. La música de Carmelo Bernaola, la fotografía de Pérez Cubero, añaden extrañamiento y atmósfera al dislate alucinante. Este año, 2022, Nosferatu celebró su centenario. El próximo, El gran amor del Conde Drácula cumplirá 50 años. Hoy, las dos, tan distintas, distantes y singulares, se me antojan extraña e inevitablemente similares.