El mundo de Marta ¿CAMA CON MÓVIL?
Los dispositivos electrónicos han conquistado lugares privados que antes sólo compartíamos con nuestra pareja. Marta Rivera reflexiona sobre los límites de esta situación.
de la Cruz
Hace unos meses se cayó la red Whatsapp durante unas horas. Alguien muy inspirado hizo en Twitter una broma genial: “Creo que voy a aprovechar para hablar con mi familia. Parecen buenas personas”. Si uno de nuestros bisabuelos pudiese colarse de rondón en las veladas nocturnas del siglo XXI, se sorprendería al ver a dos, tres, cinco seres humanos pendientes cada uno de un terminal móvil. Si además supiesen que la imagen se repite en los dormitorios compartidos, volverían a morirse pensando que sus descendientes están mal de la cabeza.
Ya nunca nos acostamos solos: lo hacemos con la tableta, con el portátil, con el android.
Y muchas veces el último buenas noches no se lo dirigimos a nuestra pareja, sino a las amigas, a los compañeros de oficina o a ese colega que vive en Chicago y al que queremos dejar clara alguna cuestión de trabajo aprovechando la diferencia horaria. Porque, además, las infinitas posibilidades de las comunicaciones han servido para prolongar la jornada laboral, consiguiendo que ésta no respete ni lo más sagrado de la intimidad: la idea de discutir las condiciones de un contrato mientras nuestra pareja se lava los dientes no nos espanta en absoluto. Y debería hacerlo, la facilidad para estar conectado ha hecho que muchos jefes crean que sus empleados están a su disposición las 24 horas al día.
Nadie se atrevería a llamar por teléfono a un trabajador a las once de la noche, pero sí a mandarle un Whatsapp
para recordar la necesidad de repasar un asunto urgente.
Esdifícilfijarlímites,perosiexistendeberíanestareneldormitorio,que tendríaquedeclararseoficialmentezona libre de artilugios con batería: dentro de poco, la adicción al tinglado 2.0 se esgrimirá como motivo de divorcio. Alguien dirá que la estampa de dos personas que comparten cama enfrascadas en un libro es casi la misma, pero no estoy de acuerdo, el intercambio que posibilitan los dispositivos electrónicos nos hace menos comunicativos respecto al que tenemos al lado. El otro día un buen amigo me confesó que él y su novia habían llegado a un
acuerdo para preservar la convivencia:
apartirdelasoncedelanoche,ambos dejabanenuncajón–ojo,cerradocon llave– la tableta y el móvil.
Y alguien me habló de una pareja que ha llegado alasolucióndeactivarenlahabitación que comparten un inhibidor para que no funcione ningún ingenio electrónico.
Quizá no sea necesario ser tan drástico, pero está claro que hay que poner coto a ese afán por estar conectados veinticuatro horas al día. Hemos llegado a la curiosa paradoja de que la comunicación por red nos acerca a los que estamos lejos, pero nos separa de quienes tenemos cerca. Quizá ha llegado el momento de recordar que la hora de irse a la cama debería utilizarse para tener la última conversación del día, cuando no para otras cosas infinitamente más agradables que soltar una gracia en Twitter, comprobar la cuenta de Instagram o dar un “me gusta” al último chiste absurdo que alguien, a quien ni siquiera conoces, ha contado en Facebook.