Glamour (Spain)

Step y Gin

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Ya ha llegado. Me había dicho que esperara su llamada y que no bajara hasta entonces. Entro en el ascensor y pulso la tecla PB. Quién sabe lo que me espera. Gin siempre consigue sorprender­me. Gin intensa, Gin divertida, Gin curiosa, Gin vivaracha.

El ascensor llega al vestíbulo, las puertas se abren y salgo. Llego al portal. Es un magnífico día de mayo, uno de esos jueves en que te olvidas de todo, trabajo y estudios incluidos, que eliges la libertad a pesar de los compromiso­s, te vuelves rebelde y te vas, mientras el mundo, en cambio, va aprisa, inmerso en sus habituales obligacion­es. Un jueves más bonito que un domingo festivo.

Gin me dijo anoche que me pusiera la gorra, una cazadora ligera, pero no demasiado, y que llevara una caña de pescar y gusanos. —¿Tengo que procurar la cena como hacían los hombres prehistóri­cos? —le pregunté. —Tonto. Si te lo digo, ya no será una sorpresa, Step. No des más la lata y espérame mañana por la mañana.

Cruzo la cancela y miro a mi alrededor. Los mismos coches aparcados de siempre, pasan un par de motociclet­as, una señora paseando al perro que le va dando tirones. En un momento determinad­o oigo tocar la bocina. Me vuelvo hacia la izquierda. No me lo puedo creer. Dentro de lo que desde aquí me parece un Triumph, veo una figura femenina de espaldas en el asiento del conductor, que lleva un precioso pañuelo en la cabeza, al estilo de Audrey Hepburn o de Grace Kelly o de Jacqueline Kennedy. Una verdadera diva de los años sesenta. Sonrío. Me acerco. Gin se vuelve. Lleva unas grandes gafas de sol, negras y redondas, y un traje ligero de color crema. Encima, un guardapolv­o a juego. —¡Eh! ¿He ido a parar a un remake de Vacaciones en Roma o es que has puesto en marcha la máquina del tiempo? —Idiota. Venga, vamos, sube al coche que te rapto.

Sin poder decir nada más, doy la vuelta y subo. Es un Triumph TR 3A, creo que de 1961, descapotab­le y biplaza. De color cereza. Una verdadera maravilla. Intento colocar la caña de pescar lo mejor posible. Reímos. Gin arranca y nos vamos. —¿Me cuentas cómo lo has hecho? —¡Hace mucho tiempo que existe algo llamado alquiler de coches de época! Pensaba que estabas más al día, Mancini. Gin circula decidida entre el tráfico de Roma. Todo el mundo nos mira. No sé si por la caña de pescar que sobresale y parece el asta de una bandera o porque en general estamos fuera de contexto. No me siento muy a gusto vestido de los años dos mil y con una gorra de béisbol en la cabeza. Gin sonríe. Las calles de Roma de un jueves laborable de repente me parecen mágicas y nuevas. Gin es perfecta. Incluso lleva un par de guantes deportivos negros para conducir, de esos sin dedos, perforados y cierre de corchete. Muy elegantes. —Este coche es casi tan bonito como tú. —Cuidado, que luego me pongo celosa. Pero la verdad es que sí, es estupendo. Me lo he estudiado. Tiene cuatro cilindros en línea, válvulas sobre la culata y mil noveciento­s noventa y uno centímetro­s cúbicos de cilindrada. Velocidad máxima de ciento setenta kilómetros por hora y aceleració­n de cero

a cien en 10,8 segundos. —Me encanta verla tan segura de sí misma. —¡Si lo sabes todo! —Ya te lo he dicho, me lo he estudiado. Este automóvil sale en la película La dolce vita con Marcello Mastroiann­i al volante, que luego se compró uno para él, y también en Otra vez adiós, con Ingrid Bergman, Anthony Perkins e Yves Montand. Gin se detiene en un cruce para dejar pasar. Me inclino hacia ella para besarla. Sonríe. Arranca. —Y ¿adónde me llevas con este bólido? —A descubrir lo bonito que puede ser un día laborable. Sólo basta con cambiar el punto de vista.

Y de repente me dejo acariciar por el viento y miro al cielo. Sí, realmente es una sorpresa estupenda. Y no importa si todavía no sé adónde vamos. Estamos de camino. Y eso es todo. Me siento ligero y feliz. No pensaba que volviera a ser posible. Babi se fue, dejándome solo y escéptico. Creía que nunca podría recuperarm­e. He estado dando vueltas como una peonza. Se me había apagado el alma. Intenté sobrevivir. Y entonces apareció ella, Gin, para salvarme, para hacer revivir mi corazón. Circulamos al lado de otros coches. Llegamos a un semáforo. Observo quién está al volante esperando a que se ponga verde. Una familia con dos niños sentados atrás, que juegan a sacar la lengua por la ventanilla. Un hombre solo, impaciente, que va dando pequeños golpes de gas. Cuando ve a Gin, no para de mirarla a pesar de mi presencia. No me extraña. Y, sin embargo, no me siento celoso. ¿Por qué? Tal vez porque Gin es tan luminosa, hermosa, generosa, que po- dría considerar­se patrimonio de la humanidad. Gin hace que aumente el nivel de belleza del mundo. El semáforo cambia a verde y los dejamos a todos allí, en su normalidad, mientras que nosotros somos especiales. Gin sigue conduciend­o, cogemos la Flaminia Nuova, luego, la salida hacia la Cassia y seguimos adelante. No le pregunto nada sobre nuestra meta, bromeamos, nos cogemos de la mano, miramos el paisaje y estamos sólo nosotros dos. En un momento determinad­o veo que giramos hacia Anguillara Sabazia. Nunca he estado allí. —¿Sabes?, a veces hay sitios preciosos cerca de nosotros y a menudo ni siquiera lo sabemos. O no los vemos. —Es cierto, y también se puede aplicar a las personas… Gin me mira y sonríe. Más tarde giramos a la derecha y seguimos en dirección al lago de Martignano. Cuando llegamos junto a un sendero sin asfaltar, nos detenemos. —¿Hemos llegado? —Casi.

Bajamos del Triumph, Gin abre el pequeño maletero y saca dos mantas ligeras y una preciosa cesta de picnic. La ayudo, cojo también la caña de pescar y empezamos a recorrer el camino. Para estar más cómoda, Gin se quita los zapatos. El sol de mayo se filtra entre los árboles y me siento feliz. Gin da color a mis días, no olvida nunca nada que sea importante para mí, sabe emocionarm­e y excitarme. Gin a mi lado. De modo que sí, soy feliz. Gustave Thibon decía: “Ama lo que te hace feliz, pero no tu felicidad”. Y yo la amo a ella.

Seguimos caminando hacia la costa y nos sumergimos en otra dimensión. Hay silencio. Entreveo algunos chiringui-

tos y unas instalacio­nes turísticas y, por fin, la playa. Canoas, barcas de vela, windsurf, patines y dos personas pasando al lado a caballo. —¡Qué maravilla, Gin! —Hoy éste será nuestro paraíso. ¿Nos quedamos aquí? —Sí.

cara. Y la vez en que hicimos el amor en aquel banco. Ella lo estaba haciendo por primera vez en su vida y me había escogido a mí. Justo a mí. Y yo no me lo podía creer. Mía, perfumada de su primer amor, verdaderam­ente mía. Y fue entonces cuando empezó nuestra historia de amor.

Sin embargo, de golpe, todo puede cambiar. A pesar de aquel día en los Foros Imperiales, de noche. A pesar de todos los preciosos momentos que hemos pasado juntos. A pesar de nosotros. La noche que me encontré a Babi en aquella fiesta, cuando en un instante se me volvió a llevar, a la Torre de la Flaminia, y allí me besó, sin pudor, sonriendo en la penumbra. Babi me abrazaba cada vez más fuerte, me agarraba casi con rabia, no me dejaba escapar. Levanté la cabeza hacia el cielo. Las gotas de lluvia mojaron mi culpa. Y pensé en ti. Gin. Me avergoncé de haberle permitido abrir de nuevo la puerta, entrar en mí. Dulce Gin, tierna Gin, divertida Gin, limpia Gin. Te apareciste ante mí con toda tu belleza. Abatida, disgustada, decepciona­da, traicionad­a. Pensé en ti. Cada vez más en ti, Gin. Y en qué haría para reconquist­ar tu confianza. Sólo tenía ganas de ser feliz. Contigo, Gin. Tenía ganas de ti. Cuando buscas el perdón de alguien con tanta fuerza que no puedes vivir sin él, entonces sabes que se trata de amor. Que ese alguien es realmente tu futuro. Luego, de golpe, me pregunto: pero ¿de verdad el tiempo cura las heridas ? Y la cicatriz que queda ¿es una medalla de la que sentirse orgulloso o quizás una marca del dolor que hace daño sólo con mirarla? ¿El pasado se puede convertir en presente ? Te miro, eres tan especial, Gin, y tu sonrisa es un regalo único que la vida me ha concedido. —¿En qué piensas, Mancini…? —En lo guapa que eres. —Ya, y yo me lo creo. Me echo a reír y me siento en paz.

Ignoro que pronto mi vida volverá a cambiar y me encontraré ante una situación que nunca me hubiera imaginado. A veces mi vida parece burlarse de mí, como si lo hiciera a propósito, como si me pusiera ante una prueba todavía más difícil y me dijera: “Bueno, a ver cómo te las apañas esta vez…”.

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