Glamour (Spain)

EXCLUSIVA La vida soñada de Emma.

Tras el éxito de su primera novela, Jodidament­e especial, la escritora valenciana nos regala en exclusiva un fragmento de su nuevo libro.

- Por Teresa Guirado

Acaba de caer por los suelos la estricta planificac­ión que había imaginado en su cabeza. —¡Jolín, Marcos! ¿Por qué no me has avisado de que llevabas caca? Emma recorre el camino al baño, indignada a más no poder, para coger el cacito con agua y la esponja con los que limpiar el culo cagado de su hijo. Hoy no llegan a tiempo al autobús seguro, segurísimo, así que le tocará llevarlos al cole en coche. Le da algo de rabia, pero ¿para qué sufrir? Se rinde a la evidencia: lo mejor es llamar y mentir. Esta vez será Julia la que tiene dolor de garganta. La última vez fue Marcos el que tosía un montón. La excusa de que llegará más tarde al trabajo porque tiene que llevar a los niños al médico es de lo más socorrida. Se relaja. Ya no hay prisa. Comienza a canturrear el hit parade de la semana. —Estaba el señor don Gaaaato, sentadito en su tejado, marramamia­u, miau, miau, sentadito en su tejaaaado… Imagina cómo le va a contar la mentirijil­la a Javi esta noche y ya se ríe por dentro. Le encantan sus cenas mensuales. Le da vergüenza admitirlo, pero es consciente de que pasa el mes recopiland­o vivencias sólo para poder compartirl­as con su amigo. Anécdotas ridículas, claro, porque su vida no es muy apasionant­e, pero Javi las escucha como si fueran lo más. Siempre las enriquece con algún detalle creativo para hacerlas más divertidas. Cuanto más vino bebe durante la cena, más creativos se vuelven los detalles. Intuye que Javi se da cuenta de sus invencione­s pero se las perdona. A fin de cuentas, se ven una vez al mes, más o menos, para pasar un rato agradable, no para juzgarse el uno al otro. ¡Faltaría más! Para sacarse pegas se basta y se sobra ella solita. Marcos nota el cambio de humor de su madre y se anima a cantar con ella. Julia termina de vestirse y se une a ellos. Esto sí es empezar bien el día. Llega al trabajo poco antes de las diez controland­o que su rostro refleje la angustia supuestame­nte pasada. —¿Cómo está tu niña?, ¿mejor? —le pregunta la Seca nada más verla aparecer por la puerta. —Mejor, gracias a Dios. Sólo ha sido un susto, la garganta irritada, nada serio. Ibuprofeno y los he llevado al cole. Mucha cara de alivio seguida de gran suspiro, con la mano apoyada en el pecho, para dar más fuerza a sus palabras. El «gracias a Dios» va especialme­nte dedicado a la Seca, que es muy creyente. Tomás asoma la cabeza por la puerta entreabier­ta de su despacho con gesto serio. Emma corre hacia él para darle explicacio­nes. Con un nudo en la garganta le suelta la misma trola que a su compañera. Confía en que Julia y Marcos no olviden lo que le tienen que decir a papá cuando lo vean y espera que su padre, como siempre, no preste demasiada atención a sus palabras. No puede arriesgars­e a contarle la verdad. No quiere que él se burle de ella y le haga sentirse peor de lo que ya se siente por no haber sido capaz de llevar a sus hijos al cole a su hora. No, lo sucedido esta mañana es algo que quedará entre ella y sus pequeños. «De todos modos, lo que ha ocurrido hoy no puede volver a pasar —se jura a sí misma—. El lunes me levanto más temprano.» Pero eso será el lunes porque hoy es viernes y va a salir. Ese breve pensamient­o ya le hace sentirse mejor y una sonrisa pícara se dibuja en su cara, aunque se contiene de inmediato y vuelve al gesto angustioso, no vaya nadie a pensar mal. A pesar de haber llegado una hora tarde, la mañana se le hace larguísima, eterna. No deja de mirar el reloj. Por fin dan las cuatro y apaga el ordenador en un visto y no visto. Entra en el despacho de su maridito y, sin prestar atención al gesto cabreado con que lee unas hojas amarillent­as, se despide de él más dulcemente de lo normal. —Cariño, recuerda que hoy salgo... Por favor, no llegues más tarde de las ocho —ronronea mimosa. Le planta un beso intenso en la boca, quizás demasiado intenso para lo que es habitual. Tomás la mira fijamente unos segundos y vuelve la vista a sus papeles asintiendo con la cabeza y murmurando un «sí» gutural de labios cerrados. Emma nota una punzada de desasosie-

go en la tripa pero se niega a darle importanci­a. Hoy es su noche. Su noche del mes. Y nadie se la va a estropear. Ni siquiera Tomás, que acostumbra a ponerle mil pegas cada vez que hace algún plan donde él no esté incluido. Cuando sale a la calle, recapitula lo que tiene por delante en lo que le queda de tarde. No sabe cómo pero se le ha complicado un poco. Cita en la peluquería a las cuatro y media. Tiempo justo para recoger a los críos a las cinco y media y llevarlos a un cumpleaños en un parque infantil de las afueras a las seis. «No olvidar regalo, no olvidar regalo, no olvidar regalo…» A las seis menos diez, con el pelo como Rocío Jurado, «asco de peluquería nueva », cagándose en todo y maldiciend­o su mala memoria, pone rumbo de nuevo a casa para recoger el regalo olvidado. Aparca en segunda fila frente al portal y le surge la gran duda: «¿Dejo a los niños en el coche? Es solo un minuto», se justifica mentalment­e. «¿Y si me pilla la policía y me quita la custodia?», se reprende a sí misma. Afortunada­mente, la vecina del quinto pasa por allí con el carro de la compra y resuelve la situación. —Yo te los cuido, mujer, sube tranquila… ¡Están preciosos! ¡Qué mayores ya! A las siete y cuarto, aburrida de sonreír al resto de padres del cumpleaños y de fingir interés por sus conversaci­ones, empieza a dar la murga a los chiquillos. Los va preparando para lo inevitable. Ojalá todos los disgustos en la vida pudieran advertirse así, con tiempo para que te hagas a la idea y resulten menos dolorosos. —Julia, nos vamos… —Marcos, cariño, ve despidiénd­ote. A las ocho menos diez tiene a un niño de dos años llorando a moco tendido en el coche, a una niña de cuatro enfadada y la mandíbula dolorida de tanto apretar los dientes. Conduce con acelerones y frenazos mientras su conciencia le recrimina por no ser más prudente. Lo mejor es comprobar, al entrar en el garaje, que, tras los llantos y los sofocos, los dos angelitos se han dormido plácidamen­te en sus sillitas de seguridad. «Y ahora ¿cómo coño los subo a casa?» Les habla suavecito primero, les acaricia la cara, las manos, va subiendo la voz… Agita a Julia, la mayor. Ni caso. Prueba con Marcos, que se endereza un poco, parpadea un segundo y vuelve a dejar caer la cabeza a un lado. Emma sabe que están en ese momento del sueño en el que no logran despertar y, si lo consiguier­an, sería para echarse a llorar por haberse despertado. La suma rápida de ambos le da casi cuarenta kilos. Imposible llevarlos en brazos a los dos. Aunque del coche al ascensor no haya más de cinco metros, es tarea de titanes. Y ni pensar en subirlos por turnos. Nunca dejaría a uno de sus chiquitine­s allí solito. Así que sólo le queda una opción. Llama a Tomás al móvil. Debe estar ya en casa. Que baje y la ayude. No lo coge. Llama al fijo. No lo coge. Son las ocho pasadas, le ha avisado de que tenía una cita, que lo necesitaba para quedarse con los niños, ¡tendría que estar en casa! De nuevo esa punzada familiar de inquietud le atraviesa la tripa como un rayo. Es la llave para que los nervios que ha contenido toda la tarde se descontrol­en y, poco a poco, vayan invadiendo todo su cuerpo. —Estará en el baño, seguro, al llegar a casa lo primero que hace es ir al baño. Habla sola y el eco del recinto le devuelve su voz como si confirmase su teoría: «Ir al baño, ir al baño...». Insiste: fijo, móvil, fijo, móvil, fijo, móvil. Ocho y cuarto. Fijo, móvil, fijo, móvil, fijo, móvil. Ocho y media. Los nervios ya se han apoderado del estómago, los riñones, los intestinos, puede que incluso de los ovarios. La incredulid­ad da paso al enfado. Es su noche del mes, el único momento del mes que se concede para ella, y Tomás lo sabe. ¡Debería saberlo! Ha quedado a las nueve y media en el centro. Quería depilarse, ducharse, maquillars­e y arreglarse la cofia que le han hecho en la cabeza por treinta pavos, «¡vaya robo!». Todos sus planes por los aires. Marcos ronca en su sillita, se ha constipado. La luz del garaje se apaga cada dos por tres y tiene que salir del coche y darse paseítos a encenderla. Los minutos se suceden en la quietud del garaje y el enfado se va desvanecie­ndo para dar paso a la autocompas­ión. Llamará a su amigo y cancelará la cita, ¿qué remedio le queda? Le duele en el alma porque sabe que, justo para esta ocasión, Javi ha reservado en un sitio que siempre está a tope. Que lo tiene organizado desde hace varias semanas porque alguien le había dicho o había leído una crítica o algo así, Emma no puede recordarlo, que ese restaurant­e estaba muy bien. Le hacía mucha ilusión ir. Pues le dirá que no puede ser, que nadie se preocupa por ella, que su vida consiste en dar y dar y no recibir nada a cambio… Se imagina contándose­lo por teléfono y las palabras de él brindándol­e consuelo, diciéndole que es una mujer estupenda y que se merece salir mínimo una vez al mes para desconecta­r de su papel de esposa, trabajador­a y madre. Seguro que le diría que tiene que buscar tiempo para ella, para sus aficiones, para relajarse y, cómo no, para quedar con los amigos. Emma se deja convencer por su conversaci­ón imaginaria y decide no anular la cena. En su interior una breve llamita mantiene encendida la esperanza de que todo acabe bien. Y oye, si llega un poco tarde, pues tampoco pasa nada. Javi, desde luego, no se va a enfadar. Nunca se enfada con ella.la charla irreal la ha apaciguado. Se ha relajado y la sensación de paz que le ha quedado le provoca sueño. Comienza a adormecers­e en el asiento, arropada por su abrigo.

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