EL PATRÓN PERFECTO DE UN HOGAR
La casa de Simone Rocha en L ondres, igual de encantadora y peculiar que su ropa, está llena de vida.
Uno llega a la conclusión, fijándose en las rosas de yeso que salen de la cornisa de la terraza de Simone Rocha en Londres, que este extravagante elemento decorativo ha sido instalado por una dama victoriana con exceso de imaginación. De hecho, las flores, las cuales Rocha las llama “flores rotas”, se las encargó a un fabricante de Essex (Inglaterra).
Como cualquier otro detalle en este encantador hogar familiar, las rosas son un producto de gran inspiración para Rocha. En 2014 compró esta casa del s. XIX: “Fue el primer espacio de mi propiedad”, cuenta orgullosa. Aunque al principio era realmente una ruina –cualquier encanto vintage que el espacio alguna vez poseyó fue barrido por décadas de plástico–, tenía varios puntos fuertes para su compra: estaba ubicada en el histórico barrio de De Beauvoir Town, un feliz paseo en bicicleta desde su atelier, y contaba con un jardín, ahora diseñado y cultivado por el paisajista Matt Wright, amigo de la diseñadora. Ella y su pareja, Eoin Mcloughlin, son irlandeses y confiesan echar “de menos el verde en todos lados”. “Nos recuerda a casa.”
De 29 años, es reconocida por lo que se describiría como una visión de la moda feminista femenina, con una estética basada en cuando el neorromanticismo conoció el neopreno. Este tipo de prendas que inspiran su imaginario –Vanessa Bell vestida para tomar el té con Lucian Freud, dice– es el mismo que trae de la misma forma extravagante pero con un cariz práctico a su peculiar hogar.
Junto con Mcloughlin y su padre, el diseñador John Rocha, Simone estaba lista para trabajar el interior y realizar planos. “Mi
padre y yo diseñamos mi tienda de Mount Street. Él es muy bueno en el diseño de interiores y el espacio”, admite. Pero ¿no está la vida llena de giros y sorpresas ? La zona de al lado de las escaleras, que iba a ser en un principio para el armario donde Simone guardara sus archivos, está ocupada por la cuna donde duerme su bebé, Valentine Ming Mcloughlin, quien ahora mismo está emitiendo grititos a lo Minnie Mouse, lo que quiere decir que está lista para unirse a la fiesta.
Un recorrido por la casa. Mcloughlin se lleva a Valentine al comedor, donde nos sentamos en una mesa antigua que, según cree Mcloughlin, viene de Indonesia. Tomamos quiche –la bebé chuperretea un helado de pera– mientras me enseña la casa. “Nada es original, todo está reformado, hasta la chimenea”, me confiesa. “Las únicas cosas que mantenemos intactas son las contraventanas y ¡el cerezo!”, dice riéndose. El sitio donde estábamos en el comedor era parte del jardín; el candelabro que había en la sala es del año 1910 –¡no había electricidad!– y fue un regalo de los padres de Rocha, que lo adquirieron en un mercado de Niza. La sala de estar está decorada con un sofá rosa pálido y unas sillas color musgo de terciopelo, cuya proveniencia no es menos impresionante ya que confiesa haberlas recogido esta mañana del mercadillo de Kempton Park (ella pudo ver de una pasada el tapizado azul de
su oficina). Las mesas de cristal con bordados de seda china fueron descubiertos en el Alfies Antique Market y hacen un guiño a su herencia asiática. Y sí, en poco tiempo, ¿el bebé es lo suficientemente mayor para derramar una botella de tinta en el sofá rosa? “Lidiaré con ello”, insiste. “Tenemos muchos muros blancos. Espero que dibuje en ellos.”
Las piezas de arte que llenan de vida el salón –al menos hasta que Valentine sepa usar un rotulador– son sobre todo contribuciones de Mcloughlin e incluye dos Francis Bacon junto a un Cy Twombly de la librería Yvon Lambert en París.
Subiendo las escaleras, una pila de libros de bolsillo –que van desde nombres irlandeses para niños hasta Ways of Seeing, de John Berger– se encuentran fuera del dormitorio principal, donde una litografía de Louise Bourgeois, que representa una cama, cuelga sobre la propia cama trineo de la pareja (encontrada en ebay). Una rápida mirada nos informa de varios grabados en el pasillo –una virgen con el niño, sacados de un mercadillo, parecen mirar de reojo a una irreverente Polaroid de Araki colgada a cierta distancia–.
¿Quién puede estar tan lejos de Valentine durante mucho tiempo? De vuelta al comedor, tras despachar la pera, Valentina está prestándole atención a un ramo de violetas que cuelgan en la pieza central.
Rocha adora tener flores en la casa: “Me gustan cuando son realmente llamativas”, comenta. Después de numerosos intentos de arrancarlas, Valentina finalmente agarra una florecita y se la lleva triunfante hacia el candelabro de sus abuelos –una temprana lección sobre que las cosas más satisfactorias en la vida, incluyendo la decoración de casas, a menudo surgen de inesperados retos y triunfos–.
‘‘ECHAMOS DE MENOS EL VERDE EN TODOS LADOS’’