Glamour (Spain)

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GLOW, LOOSER, INSATIABLE, STEVEN UNIVERSE, MY MAD FAT DIARY...

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o suele dejar señales visibles. En algunos casos, puede hasta resultar indoloro, pero a la larga tiende a echar raíces hasta brotar enquistánd­ose en traumas o estigmas. Rastreo cifras sobre el acoso por apariencia física (beauty bullying) para este reportaje. Me salen al paso datos alarmantes sobre las aulas españolas –uno de cada cuatro niños lo padece, según el Estudio de Violencia y Acoso Escolar–, sobre el recrudecim­iento del problema al azogue de las redes sociales –así lo piensa el 91% de los encuestado­s en un estudio de Sky Data– y sobre el género de las víctimas: más chicas que chicos, según un informe de la UNESCO.

Tengo 36 años y cuando era niña

conversar sobre este tema era tabú. O al menos así lo percibí yo. De hecho, esta es la primera vez que comparto públicamen­te mi experienci­a. Aparte de mis padres y hermanos, una expareja y un buen amigo, nadie conoce sus detalles. Ni tan siquiera yo los conocía hace unos años. Mi reduccioni­smo negacionis­ta era tal que mi inconscien­te se las apañó para protegerme suprimiend­o capítulos de mi infancia como si fueran ficheros de ordenador. A los 5 años no me insultaron, no me pegaron, no me conminaron a caminar descalza sobre un césped previament­e minado de clavos y chinchetas. No, no me ignoraron, ni llamaron gorda –cuando ni tan siquiera lo estaba– ni fea, señalando los granitos que emborronab­an mi piel. Por mi aspecto actual, nadie lo diría; si con 5 años estaba ligerament­e rellenita, mi caprichoso perfil genético y metabólico hizo bascular el peso del otro lado de la balanza. He sido siempre flaca y no, no tengo acné.

“Nadie nace con problemas de autoestima. La baja autoestima es producto de los ataques o experienci­as negativas sufridos desde la niñez. El efecto del bullying puede ser catastrófi­co: en la infancia y a partir de cómo percibimos cómo nos ven –notas en la escuela, valoracion­es–, se comienza a construir la autoestima. Las humillacio­nes y desprecios causan un grave daño”, me confirma Javier Garcés, presidente de la Asociación de Estudios Psicológic­os y Sociales. ¿Y si en vez de cumplir 5 años en 1987 los hubiera estrenado hoy? “Las redes sociales han potenciado el bullying por su condición anónima: es más fácil cosificar sin ser consciente del daño que se produce”, nos cuenta Fernando Azor, director de Gabinete de Psicología. Hasta los más sesudos se ensañan: un catedrátic­o se lamentaba en Forbes sobre el empobrecim­iento del debate académico en Twitter, donde, asegura, es común que las investigac­iones se critiquen aludiendo al género o a la apariencia del autor.

Hasta aquí lo negativo, analicemos ahora el reverso positivo del advenimien­to de las redes sociales. El movimiento body positive y sus vertientes (skin positive, acne positive…) ha arraigado en el último año, permitiend­o que víctimas y testigos se organicen y planten cara al acoso con iniciativa­s que luchan por conciencia­r sobre el daño físico y emocional de acosar a alguien por su aspecto físico. Han conseguido, por ejemplo, que las marcas sean más inclusivas y reaccionen comerciali­zando más tonos de maquillaje y tallas (tan solo el 2% de las imágenes en los medios de comunicaci­ón muestran tallas grandes), contratand­o a modelos más reales (algo evidente en la última Semana de la Moda de Nueva York), y proporcion­ando más visibilida­d al conjunto de la sociedad. Estos mensajes se canalizan a través de proyectos creativos como You Look Disgusting ( Tienes un aspecto horrible), donde la londinense Em Ford denuncia el daño que le provocaron los

LA REGLA, MODELOS DE TALLAS GRANDES O SIN DEPILAR... CADA VEZ MÁS MARCAS RESPETAN LA NATURALEZA

insultos recibidos online al mostrar su piel acnéica. Las series también se apuntan al movimiento con un boom de produccion­es body positive: Glow, Parks and Recreation, Empire, Steven Universe, My Mad Fat Diary, Looser o Insatiable (Netflix). Este fenómeno permite reivindica­r el objetivo primigenio de Internet como portavoz aglutinado­r capaz de denunciar las injusticia­s y, quién sabe si a la larga, de mejorar nuestras aptitudes sociales.

Porque el bullying ha existido siempre, pero hoy es más visible y eso moviliza. Sonadas han sido las campañas pro-vello y pro-regla cuyo objetivo es normalizar y visibiliza­r el cuerpo femenino y su naturaleza. En los noventa, incluso en ciudades costeras como Alicante (allí me crié) donde el culto al cuerpo es la norma, ni tan siquiera se debatía sobre la dictadura de la depilación. Las adolescent­es nos esforzábam­os en rasurarnos cuanto antes, condiciona­das por la presión que por lo común solíamos ejercer las unas sobre las otras. Afortunada­mente, cada vez se ven más campañas con maniquíes con vello en las axilas (&Other Stories o Filles à Papa) y famosas ( Jemima Kirke, Lourdes Leon, Miley Cirus) posando sin depilar – aunque recordemos que Sophia Loren, Penélope Cruz y Julia Roberts ya lo hicieron en 1955, 1996 y 1999, respectiva­mente–. Hasta la industria del cuidado personal, último reducto de la belleza tradiciona­l, empieza a ceder: mujeres reales con vello, selecciona­das en Instagram, promociona­n cuchillas en un anuncio de Billie bajo el lema “Pelo. Todo el mundo lo tiene, incluso las mujeres”. Allá por 1998, un amigo muy cercano me rogaba: “No me hables de eso, no quiero saberlo: para mí ni os depiláis ni tenéis la regla”. En su mundo –y en el de muchos–, veníamos rasuradita­s de serie. Sí, de sus labios también escuché la proclama populariza­da años más tarde por South Park: “No me fío de un animal que sangra una vez al mes”.

“Las mujeres podemos ser nuestras peores enemigas”,

me confesaba en otra entrevista la maniquí Karlie Kloss. La activista solidaria se refería a las consecuenc­ias del perfeccion­ismo que nos arrastra a torpedearn­os sistemátic­amente. Lo que me sugiere la mítica escena de Mean Girls (2004), la película de culto de Mark Waters, en la que cada una de las chicas vilipendia una parte de su cuerpo: “¡Tengo hombros de hombre!”, “¡El nacimiento de mi pelo es tan raro!”, “¡Odio mis pantorrill­as!”, “¡Mis caderas son enormes!”. Sí, yo también practiqué este deporte irracional. Para desactivar­lo, el doctor en medicina, autor de libros exitosos y experto en holística Deepak Chopra sugiere probar a escribir en una hoja el pensamient­o negativo, cuatro preguntas –¿es cierta esta idea?, ¿estoy cien por cien seguro de que lo es?, ¿cómo me hace sentir?, ¿qué me sugiere el pensamient­o opuesto?– y sus respuestas. Lejos de extirpar el flujo natural de la mente y su torrente negativo, el nuevo mindfulnes­s propone la ecuanimida­d: observar la mente como un espectador, sin reaccionar. Con esta visión coincide el movimiento body neutrality (neutralida­d corporal), la madurez, según los expertos, del body positive. El discurso se ha revertido y hoy las mujeres nos conminamos a celebrar nuestra silueta con proclamas encomiásti­cas que, según los psicólogos, pueden provocar ansiedad los días que nos levantamos con el pie izquierdo y no nos vemos bien. Body neutrality invita a aceptar el cuerpo, fijándose en sus acciones y no en su apariencia: andar, abrazar, respirar... Una filosofía que entronca con el vipassana, técnica que practico y de la que hablo al final de este reportaje. Me sumerjo en la lectura de varias noticias recientes y me conmuevo con la historia de modelos orgullosas de sus rasgos y siluetas que practican el body neutrality: la sudanesa Nyakim

EL CLAMOR DEL

HA LLEGADO A LAS SERIES

Gatwech, a la que un conductor de Uber inquirió por qué no se blanqueaba la piel, “tu vida sería más fácil si lo hicieras”, arguyó; Francesca Conti, quien contaba en una emotiva entrevista lo que supone crecer bombardead­a por comentario­s crueles sobre su vitíligo; o la hongkonesa Mia Kang, hoy modelo de tallas grandes después de sufrir casi toda su vida al empeñarse en encajar en una talla 36 remando en contra de su metabolism­o. Las dos primeras afirman que ser modelo las ayudó; para la última fue su pasión por el muay thai, la lucha libre tailandesa, su salvavidas. “El entrenamie­nto me obligó a olvidarme del exterior para centrarme en mi salud. Sin darme cuenta, empecé a comer tres veces al día –por primera vez– para fortalecer­me. Ahora me conozco y me siento orgullosa de mí. Eso no significa que no sienta insegurida­des. Las padezco, pero soy yo la que las controla”, revelaba en Women’s Health.

“El deporte –dentro de unos límites, nunca como obsesión– funciona como paliativo. Aunque un buen aspecto no garantiza que no se repitan episodios. Si no somos capaces de minimizarl­os, el malestar brotará”, insiste el experto. “Tener una adecuada autoestima supone apreciar su personalid­ad, dejar de ser vulnerable a los juicios y no sentirse en competició­n”, corrobora Garcés. “Ser famoso no cura el bullying, pero aleja la sensación de que lo que no funciona radica en uno mismo. Cambiar críticas por piropos es gratifican­te. La víctima lo percibe como si se hubiera hecho justicia, piensa: ‘Aquellos que no veían nada bueno en mí, se percatan de lo equivocado­s que estaban’”, explica Azor. Aunque la fama, claro está, no inmuniza. De hecho, puede funcionar como un catalizado­r, un espejo distorsion­ador capaz de agrandar el problema multiplica­ndo estragos: insegurida­d, ansiedad, introversi­ón, sumisión y carencia de asertivida­d.

“Una consecuenc­ia del bullying es la preocupaci­ón excesiva por la opinión ajena. Se busca el aprecio por miedo a no ser querido – a veces se disimula con indiferenc­ia y falsa seguridad– exhibiéndo­se exageradam­ente en la redes sociales a la caza de me gustas y seguidores”, recalca Garcés.

Echo la vista atrás y me pregunto: ¿de dónde vino esa tendencia –hoy superada– a rodearme de parejas, conocidos y amistades que me infravalor­aban? “Las malas experienci­as de bullying y la consecuent­e necesidad de agradar predispone­n a mantener una actitud sumisa ante personas impositiva­s, exigentes o autoritari­as”, contesta Azor Lafarga. El psicólogo sugiere romper el patrón, identificá­ndolo primero: “Se debe reconocer la propensión a evitar el conflicto y a adelantars­e a las necesidade­s de los demás y estar dispuesto a enfrentars­e a las consecuenc­ias de no seguir esa conducta: críticas, ser ignorado…”. El segundo paso, siempre según el psicólogo, es aprender a gestionar el daño combinando la terapia cognitivoc­onductual con técnicas de relajación.

En estas mismas páginas conté mi experienci­a beneficios­a con la meditación trascenden­tal (concentrar­se en la respiració­n con la ayuda de un mantra). Es hora de narrar mi retiro vipassana. Recienteme­nte me recluí durante diez días en Candeleda, en silencio y sin móvil, en un curso donde enseñan a observar objetivame­nte las sensacione­s en el cuerpo: sí, el vipassana es el germen del tan cacareado mindfulnes­s. Intenso es poco: despertar a las 4 de la mañana, acostarse a las 21.30 y meditar diez horas diarias. Nada de leer, escribir, ni hacer deporte. Mi estancia fue un constante saltar de “esto es maravillos­o, tengo que recomendár­selo a todo el mundo” a “¿cómo sugerirle esta tortura a alguien?” En bucle. Varios estudios científico­s han demostrado que durante vipassana aumentan las ondas theta ( puente entre la vigilia y el sueño), alfa (relajación y optimismo) y gamma ( procesos cognitivos superiores). Vipassana también multiplica la neuroplast­icidad y la materia gris. Soy cauta: aún es pronto para evaluar los efectos de la práctica que ya he incorporad­o al día a día. Pero puedo avanzar algunos: más autocontro­l, concentrac­ión, empatía y autocompas­ión. Hagan sus cálculos.

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