El MET DEVUELVE AL CAMP TODO SU ESPLENDOR
y la cultura pop, no es lo mismo que kitsch." A pesar de que aparece documentado por primera vez a principios del siglo XX, fue la novelista y filósofa Susan Sontag quien popularizó el término al recogerlo en su obra Notes on Camp (1964). "La esencia de lo camp es su amor por lo antinatural: el artificio y la exageración", escribió la autora al respecto. Es a ella a quien le debemos el tratamiento del término como un elemento cultural y su posterior aceptación.
Ycómo se explica esto en términos de moda? Olvida los patrones depurados, el normcore y el menos es más, porque el camp celebra los diseños artificiosos, extravagantes, antinaturales e irónicos, la superproducción y el brilli brilli. Además, este particular imaginario rinde culto a sus propios semidioses materializados en actrices como Cher, Mae West o Judy Garland; música como la de los suecos ABBA, Lady Gaga o Carmen Miranda; películas como The Rocky Horror Picture Show; y pintura como la obra oscurantista de Caravaggio. En palabras de Andrew Bolton, comisario de la exposición: "Estamos viviendo un momento muy camp y nos pareció muy importante mirar hacia lo que a menudo se tacha de frivolidad vacía".
En 2013, la revista Forbes se atrevía a plantear la pregunta del millón, al menos por lo que respecta al poderío indumentario. “¿Puedo lucir estampado de leopardo en la oficina?”, inquiría la biblia estadounidense del dinero, en absoluto ajena a las cuestiones/fluctuaciones del power dressing. La respuesta fue la misma que le hubieran dado a cualquier inversor o accionista: sí, pero con cuidado. Al fin y al cabo, el rey de la jungla de la moda siempre ha sido (es y será) un valor a tener en cuenta.
Este otoño-invierno ha vuelto a cotizar (muy) al alza: basta que Tom Ford, Victoria Beckham y Raf Simons en Calvin Klein lo hayan subido a la pasarela para oírlo rugir con fuerza. Pero también está en las colecciones crucero que ahora llegan a las tiendas y en las de la próxima primavera-verano (bueno, la temporada que viene es, en realidad, bien bestial, un zoológico de tigres, serpientes, cebras, cocodrilos...). “El leopardo ha proporcionado un medio para el diálogo entre la moda africana, la alta costura europea y el streetwear”, expone Emilie Regnier, la fotógrafa haitianocanadiense que en 2016 exploró la candente cuestión en Leopard, ensayo fotográfico de calado sociocultural. Porque, en efecto, aquí ya no es posible seguir pasando por alto las implicaciones raciales, colonialistas y apropiacionistas –amén de las más evidentes sexuales y animalistas– del estampado felino.
La primera demostración del poder del leopardo en la moda salta a la vista en el retrato que Jean-baptiste van Loo hizo de un adolescente Luis XV, en 1723. Se cuenta que el manguito que el jovencísimo rey francés lucía sobre la casaca fue un detalle para impresionar a la que iba a ser su esposa, María Carolina. A partir de entonces, no hubo noble barroco que no lo incluyera en sus atuendos, de la Pompadour a la du Barry. Y así comenzó una cacería indiscriminada en pos de una simbología asociada ancestral y atávicamente al poder –propia de los líderes de las sociedades tribales africanas, recuérdese que hasta Nelson Mandela se imbuyó reivindicativo de ella en no pocos actos oficiales–, que casi ha terminado con el camuflaje animal más efectivo y hermoso propiciado por la naturaleza.
La imagen de los grandes felinos asociada a cierto ideal de independencia y fuerza femenina está instalado en el imaginario popular desde 1920. “Si eres justa y dulce, no lo uses”, dijo Christian Dior, que utilizó las manchas de leopardo en su colección debut de 1947, la del New Look. El abrigo tres cuartos Jungle y el vestido de chifón de seda Afrique, a mayor gloria estilística de Mitzah Bricard, musa del diseñador y ejemplo de ese tipo de mujer feroz y resuelta que empezaba a cobrar importancia.
“El leopardo tiene una connotación erótica porque está vinculado a África. Vestido por una mujer, significa que esta posee una sexualidad salvaje”, continúa Emilie Regnier, que abre así el melón del cliché sexual y racializado. El caso es que, forrando las paredes de los boudoirs, embutiendo a pin-ups como Betty Page o en plan segunda piel de divas gatunas del alcance de Eartha Kitt (la Catwoman seminal), el estampado de marras acabó convirtiendo en objeto a su portadora. “De pronto, el abrigo de leopardo devino símbolo de esposa trofeo”, explica la escritora y actriz de burlesque Jo Weldon en su reciente libro Fierce: The History of Leopard Print (Harpercollins, 2018). A una le viene a la memoria aquella colección del genial Azzedine Alaïa de 1991, con Naomi, Linda y Christy ceñidas de punto leopardesco, y aún no tiene muy claro si tanto y tan irresistible magnetismo animal es poder o sumisión.
No, la connotación fetichista no está en absoluto superada, por mucho que hoy estemos con el empoderamiento todo el día en la boca. Aunque es cierto que lo que el pop y el rock hicieron por la cuestión a partir de mediados de los 60 ayuda. De repente, el leopardo (y el animal print, en general) llegaron en clave rebelde, traspasando las barreras de clase y género y abogando por su versión sintética. Las casi siempre horripilantes interpretaciones de los estampados salvajes a las que nos tienen tan acostumbrados hoy las cadenas de moda rápida vienen también de ahí.
“Todos aquéllos a quienes he fotografiado me confesaron que si usan prendas de leopardo es porque con ellas se sienten hermosas, fuertes y sexies”, concluye Regnier. He ahí, seguramente, el quid definitivo de la cuestión. Al fin y al cabo, no elegimos la piel con la que nacemos, pero sí con la que queremos mostrarnos al mundo.