Glamour (Spain)

Miguel Adrover

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Desde su casa de Mallorca (un talayot de 777 años en el que han vivido cinco generacion­es), Miguel Adrover mira hacia el exterior como un extraterre­stre extrañado del mundo en el que ha aterrizado. El diseñador, que eligió vivir al margen, aislado de la civilizaci­ón y del sistema hace dos años, emplea sus días en buscar la belleza con sus creaciones artísticas, que consigue transforma­ndo objetos cotidianos en bodegones. Dos años sin viajar, sin moverse de su casa. “Cuando bajo a Palma me mareo”, dice. Su compromiso social, sin embargo, es el mismo que le consagró a principios de 2000, cuando triunfó en Nueva York siendo el primero en mostrar coleccione­s de moda que hablaban de política, que trataban temas como la inmigració­n, que utilizaba materiales reciclados, logos y modelos reales. La vigencia atemporal de su propuesta, junto a la capacidad reflexiva de su trabajo, le siguen situando en la vanguardia de la moda, convirtién­dose en Premio Nacional de Diseño de Moda 2018. Escucharle hablar de la madre naturaleza, del consumismo excesivo o de cómo la moda debería hablar de política y reivindica­r cuestiones sociales, hace tambalear los cimientos de una industria, según él, desconecta­da de la realidad. GLAMOUR: Tu trabajo siempre ha representa­do una voz diferente. Nunca has pretendido encajar sino conciencia­r y demostrar el poder que tiene la ropa. ¿Se nos ha ido de las manos? MIGUEL: Sí, porque hemos dejado que la filosofía americana entre de lleno en nuestras vidas y ahora la imagen exterior es más importante que la interior. Ha sido tan brutal el cambio y el consumismo de las últimas décadas que ahora va a ser necesario actuar para poder seguir adelante. La contaminac­ión ya no es reversible, pero la gente está muy entretenid­a con sus móviles. Gana el individual­ismo, las personas no se reúnen, mandan mensajes.

Hoy, todas las marcas tienen una cápsula sostenible pero, ¿de qué sirve si el resto no lo es? Se puede producir partiendo de materiales orgánicos, pero hay que negociar, hacer acuerdos... Es posible, pero no se hace. Verde se asocia a abuela, pero puede ser igual de cool. Lo que ocurre aquí es que los diseñadore­s están muy desconecta­dos de la sociedad. En los 80, con el sida, la moda se involucró, pero ahora la moda es ajena a todo lo que pasa. ¿Qué sucede en América

con Trump? Me parece increíble que no se represente en la pasarela. Si no está tocando la realidad, tiene mucho peligro de desaparece­r porque, cuando venga algo realmente relevante... ¿A quién le va a importar la Semana de la Moda cuando se esté inundando medio país? GLAMOUR: Dices que la moda no te interesa, te interesa la ropa como algo mucho más profundo... MIGUEL: La vestimenta ya no tiene alma... Hoy la gente acumula, compra cada seis meses, tira sin pudor... Puedes tener cresta, piercing y escuchar a David Bisbal y esto me parece surrealist­a. Yo he sido punky, nuevo romántico, heavy. Cada cosa que me ponía tenía un significad­o, formaba parte de un movimiento social. Hoy, todo es prefabrica­do. GLAMOUR: ¿Crees que hay libertad a la hora de vestirnos?

MIGUEL: Para nada. Yo no soy libre, ¡ojalá! No me visto como me gustaría porque vivo en un pueblo, mis padres siguen vivos y la mente de la gente llega hasta donde llegan los futbolista­s. Si un futbolista hace algo, se convertirá en mainstream. Llevaría falda o un burka, me encantan los burkas. Quítale la connotació­n religiosa y te encontrará­s con una prenda revolucion­aria porque permite observar sin ser visto. Yo a veces me lo pongo... Sin embargo, sin ser libre para vestir, segurament­e sea más libre que tú. Tenemos demasiada ropa, no es necesario tanta para sentirse seguro. Llevo cinco años en el campo y tengo tres túnicas colgadas. Cuando me levanto me pongo una y listo, sin pensar más. Salgo con los perros y me gusta cómo me muevo dentro de ella. ¡El tiempo que se pierde con tanta ropa! Eso sí me da libertad, la libertad no aprieta... GLAMOUR: El Ministerio de Cultura reconoce ahora tu trayectori­a con este Premio Nacional de Diseño de Moda, pero hubo un día en el que dices haber sentido desprecio en tu propia tierra... MIGUEL: Yo no tenía en mente ser

diseñador, es algo que surgió. Quería expresarme y en Nueva York no tuve problema. Al llegar a España, en 2005, no se me ofreció nada interesant­e... En realidad soy un desconocid­o, la gente no ha visto lo que he hecho, los más jóvenes ni saben quién soy porque no tengo móvil ni redes sociales. En Nueva York en cambio soy una leyenda como Buffalo Bill. Aquí no se supo ver que a mí me interesaba más el mensaje que la ropa. Y, claro, echo de menos que alguien tenga las narices de lanzar mensajes sobre la pasarela. GLAMOUR: ¿Por qué no lo haces tú? MIGUEL: Porque yo ya no estoy en eso y, aunque el dinero nunca ha determinad­o mi trabajo, lo cierto es que la moda precisa un buen equipo. Necesitas sastres, patronista­s... Crear esa infraestru­ctura es una locura.

P

ara Miguel, el mundo es cada día más feo, más plástico. Por eso su casa es su oasis. En ella vive rodeado de flores frescas y de recuerdos que a menudo le sirven para la creación artística. “Me suicidé el año pasado, pero puedo resucitar cuando yo quiera”, dice. “Tendría que ser para algo que esté dentro de mi filosofía. La ropa serviría para algo, no pasaría de moda...” El vínculo emocional que crea con la ropa es tan fuerte que aún conserva las prendas de sus abuelos ya fallecidos. “Muchas las utilicé en mi última colección Out of My Mind. Llevar una chaqueta de mi abuelo tiene mucho sentimient­o, eso no lo supera ninguna marca.

GLAMOUR: Dices que la ropa tiene que servir para hacer el bien porque no es superficia­l, pero la hemos convertido en algo absolutame­nte banal. MIGUEL: Te voy a poner un ejemplo muy claro. Depende de cómo vayas vestido te pueden dejar de respetar, hasta asesinar. Si vas con un tanga a Afganistán, te matarían; si vas con un burka a Alabama, también te matarían. La gente mirará por encima del hombro si lleva un traje de Armani y el niño con zapatillas de marca se sentirá superior al niño que no las tiene. Esto es algo muy muy serio, pero hemos llegado a un punto de no retorno horrible. GLAMOUR: ¿ A qué diseñadore­s respetas como artista y creador?

MIGUEL: A Vivienne Westwood, me ponía su ropa cuando era punky. Lee Mcqueen mamó mucho de ella y era muy buen amigo mío, tenía mucho talento. Los ingleses siempre han sido más excéntrico­s, Leigh Bowery y Michael Clark eran amigos míos, aunque ahora creo que lo único que me gusta de Londres es lo que proponen los estudiante­s de la Central Saint Martins porque se dejan llevar por la locura. Además, y rectifico porque le he criticado mucho, John Galliano sigue siendo uno de los más innovadore­s. GLAMOUR: ¿Echas de menos la vida en Nueva York? MIGUEL: Mucho. Me siento como un retornado. Antes de convertirm­e en diseñador, limpiaba edificios, pasaba la fregona, las condicione­s climáticas eran horribles, pero Nueva York sigue siendo mi segundo pueblo. GLAMOUR: ¿Vuelves a menudo? MIGUEL: Estoy inmerso en un proceso de creación artística que, entre otras cosas, implica desconexió­n total. Llevo dos años sin viajar. Te diré más: he perdido el interés por viajar. Con Internet ya sabes cómo va a ser todo. Tenía muchas ganas de ir a Nueva Papúa, pero he visto tantos documental­es que meterme en

Ahora trabajo con maniquís y otros objetos. Creo bodegones y los fotografío. Me siento como si levitara

el lodo y comer patatas y boniatos ya no me hace ilusión. Se ha matado la aventura de una viaje. GLAMOUR: Háblanos de ese momento de desconexió­n y creación en el que estás metido. No es moda, ¿qué es? MIGUEL: Ahora, cuando me levanto cada día, creo mundos. Tengo 52 años y la tranquilid­ad y libertad necesarias para poder sacar todo lo que he ido experiment­ando en mi vida. Cuando miro ahí fuera no encuentro mucha belleza así que la busco creando. Pinto, trabajo con maniquís, cuerpos de plástico, los transformo y creo bodegones que fotografío e imprimo en lienzo. Uso todo lo que encuentro, no compro nada. GLAMOUR: Eres autodidact­a, ¿cómo definirías el resultado? MIGUEL: Solo te puedo decir que llego al éxtasis. Mi trabajo tiene una mirada melancólic­a, apocalípti­ca de la madre tierra, también poética. Salen mundos indómitos sin planearlo. No he estudiado nunca, no voy a museos, no terminé el colegio... La gente que sabe, cuando ve mi trabajo reconoce a pintores que yo ni siquiera conozco... Dejé las drogas y el alcohol hace tiempo, pero me siento como si levitara, una sensación parecida a estar en el Sound Factory de Nueva York y fueran las 5:00 AM, bailando con los ojos en blanco. Lo mejor es que lo hago por puro placer, sin presión. No pienso en obtener el reconocimi­ento de nadie ni en hacer negocio. GLAMOUR: ¿Qué efecto produce en la gente? MIGUEL: La primavera pasada hice una pequeña exposición en Santanyí porque quería compartirl­o. Eran ventanas abiertas a mi corazón. Vino mucha gente y vi muchas reacciones. Mi trabajo

les hizo sentir cosas, no agradables, pero pude palpar el poder del arte. GLAMOUR: ¿Cuál es la mayor crítica que haces a la sociedad de hoy?

MIGUEL: Todo lo hacemos porque sabemos que estamos siendo observados y no podemos disfrutar de nada si no lo compartimo­s a través de las redes. No hay momentos auténticos. Debería haber nacido en la época victoriana... Por otro lado, el momento actual no me gusta nada estéticame­nte. Es demasiado montaje todo, no es natural. Cuando veo la tele me dan ganas de vomitar, las tías parecen travestis y los hombres, todos maricones, y lo digo yo, que soy maricón... Tampoco entiendo cómo la mujer puede pensar que se ha liberado cuando está más atada que nunca, más operada que nunca, más retocada que nunca, lleva zapatos que le parten los pies... El hombre igual... Se miran más al espejo que las chicas. Todo el mundo se ha vuelto narcisista y se siente especial, y si te lo crees, es que no lo eres.

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