El barbour
Dicen que, una vez más, la culpa fue de Lady Di. Ella transformó el significado de una chaqueta que nació para los cazadores y la gente del campo y la convirtió en un símbolo de moda de la monarquía británica. En 2020, el Barbour ya no es pijo.
Cada año, desde que se recuerda, la reina Isabel II ha pasado los veranos en Balmoral. Allí, en aquel imponente castillo que el príncipe Alberto regalara a la reina Victoria en 1852, transcurrían sin sobresaltos los veranos reales y se inmortalizaban muchas instantáneas que, sin saberlo, pasarían a formar parte de la historia de la moda. Faldas de tartán lo suficientemente gruesas como para proteger del tiempo lluvioso de Escocia, pero cómodas para pasear por la campiña, pañuelos de seda en la cabeza –nadie llevaría este accesorio con tanta naturalidad como ella–, chaquetas impermeables con capucha en verde oscuro, kaki, tierra y todas sus posibles declinaciones... El estilo Balmoral, que en tantas ocasiones recuperaría la pasarela, nació entonces.
El lujo que se puede reparar.
De entre todas esas piezas que se convertirían en eternas, existe una que parece que siempre haya estado ahí. El Barbour –esa prenda que, junto con las botas Hunter, todos identificamos con la quintaesencia del campo inglés– nació a mediados del siglo XIX con la intención de convertirse en esa chaqueta impermeable y resistente, ideal para cazadores, pescadores y gente de campo y nunca pensó que, casi un siglo más tarde, sería bendecido con el estatus de ítem de moda. Tuvo que llegar Diana Spencer, con sus maneras dulces y su sonrisa de medio lado, para que esto cambiase porque, si la reina Isabel fue su gran prescriptora, ella transformaría su significado para siempre. Corrían los años 80 cuando las jóvenes británicas que vivían en los barrios adinerados de Londres –y que fueron bautizadas como las Sloane Rangers– comenzaron a llevarlo para pasear por las calles de la ciudad. Diana se apuntó a la moda: se ponía la capucha
cuando llovía y abrigaba sus manos dentro de alguno de sus múltiples bolsillos. Inspirada en los impermeables de caza franceses, son precisamente sus bolsillos una de sus señas de identidad. Además, su cuello de pana, la cremallera que cierra, el forro de cuadros y el exterior de algodón encerado –¡atención!, no hay que lavar nunca, ellos mismos se encargan de recordar en su página web que el Barbour no se lava, se encera– arman una pieza que nunca es vieja porque en realidad puede repararse. Y este sea, quizá, el significado real del verdadero lujo.
Sobrevivir a las tendencias.
“Siempre que veo a alguien famoso o a alguna celebrity con alguna de nuestras chaquetas es un acontecimiento”, aseguraba la vicepresidenta de la compañía, Helen Barbour, desde sus headquarters en South Shields hace algunos años. Pero en 2020 eso ya no es así. De hecho, uno de los grandes méritos de la etiqueta que ostenta el honor de ser proveedora oficial de la casa real por obra y gracia del príncipe Felipe de Edimburgo, es haber sabido mantener su estatus de icono clásico sin renunciar a cierto coqueteo tranquilo con las tendencias. El festival de Glastonbury fue uno de los primeros eventos de moda en dar cabida a esta chaqueta. Lily Allen, Rufus Wainwright y Arctic Monkeys saltaron a las páginas de las revistas del sector enfundados en sus Barbours y llenos de barro hasta las orejas. Pero la verdadera revolución vino de la mano de la reina de las tendencias. Alexa Chung puso la guinda del pastel con su colaboración para la marca, unas cuantas piezas de edición limitada que elevaron el coolómetro hasta el infinito y que acabaron de dar forma a la nueva americana de las reinas. Larga vida.