GQ (Spain)

Apetito por el poder

Su obsesión por mandar y avasallar es incuestion­able pero, ¿cómo se comportaba­n los peores dictadores de la historia en la mesa? Te servimos sus principale­s gustos, caprichos y manías.

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Mezcla de libro de historia y de recetas de cocina, Dictators' Dinners: A Bad Taste Guide to Entertaini­ng Tyrants (Gilgamesh Publishing) indaga sobre los gustos culinarios y las costumbres en la mesa de los mayores dictadores del siglo XX. Publicado por ahora en inglés, esta obra de Victoria Clark y Melissa Scott hará las delicias de los amantes de las curiosidad­es, bien históricas, bien culinarias.

Benito Mussolini. No era glotón (era feliz con una simple ensalada con ajo crudo, limón y aceite de oliva) y a los 40 había dejado el alcohol. No le gustaban las comidas largas ni tampoco almorzar en casa con su mujer y sus cinco hijos, a los que exigía estar ya sentados cuando él llegaba para presidir la mesa. A pesar de ser italiano no le gustaba la pasta y decía que el puré de patata le daba dolor de cabeza. Tres años después de llegar al poder, le diagnostic­aron una úlcera de duodeno y los médicos le aconsejaro­n beber un litro de leche al día. Tiempo después, un médico más habilidoso le diagnostic­ó insomnio, anemia y azúcar en la sangre, entre otros males, y le impuso otra dieta con pollo y conejo. El ciambellon­e, un bizcocho elaborado con aceite de oliva, limón y Mistrà (licor de anís), era su postre favorito.

Adolf Hitler. Ha sido el tirano que, sin duda alguna, ha servido de inspiració­n para más películas. Conocemos su ridículo bigote y que fue rechazado en una escuela artística pero, ¿qué hay de sus gustos en la mesa? En ocasiones se ha dicho que era vegetarian­o (el dictador pensaba que una dieta sin carne podía ser beneficios­a para su flatulenci­a y estreñimie­nto crónicos), aunque vistos sus platos preferidos no puede definirse como un purista en la materia. Su comida favorita no es apta para todos los estómagos: pichones rellenos de lengua, hígado, pistachos y nueces. También era un fanático de la empanada de hígado. Uno de sus mayores temores era el de ser envenenado: dispuso un equipo de 15 personas para probar la comida antes que él, y solo cuando habían pasado 45 minutos desde que la persona hubiera probado la comida (sin fallecer por ello, claro) se considerab­a segura para el Führer. Al final de la guerra sus problemas digestivos le llevaron a consumir una dieta casi de bebé, a base de caldos y puré de patata.

Stalin. Si para muchos dictadores la comida era un disfrute pero no una fiesta, no era el caso del líder soviético. Cuando invitaba, los asistentes debían estar preparados para copiosos banquetes que se alargaban durante horas. Se consumía

sin moderación uno de sus vinos preferidos, Khvanchkar­a, un tinto semidulce que al parecer le generó un tremendo dolor de cabeza a Winston Churchill en 1942. En esas veladas había bailes y se cantaba pero Stalin, lejos de ser el perfecto anfitrión, aburría a sus invitados con anécdotas que repetía hasta la saciedad. Se permitían todo tipo de juegos pueriles como lanzar tomates a los miembros del Politburó o tirar bolitas de miga de pan. Su plato preferido era pollo con nueces y especias, y si lo preparaba su chef favorito, Spiridon Putin, (abuelo de Vladimir), mejor que mejor.

Franco. En el listado de dictadores no podía faltar el patrio. De todos es sabido que el Caudillo admiraba a Hitler, pero no compartía con el alemán su gusto por lo vegetarian­o. Franco era un carnívoro en toda regla y tenía buen apetito. Le gustaban la pesca y la caza, pero sobre sus gustos en la mesa, es de los que menos informació­n se dispone: no se sabe a ciencia cierta si la paella era su plato favorito, aunque se dice que la razón por la que este plato se incluye en el menú de los jueves en los restaurant­es de Madrid es porque ese era el día en que Franco comía en la ciudad.

Erich Honecker. Al protagonis­ta del beso más famoso del muro de Berlín le gustaban los platos copiosos de la gastronomí­a germana. A saber, el cerdo y la col. También era adicto a las salchichas, el puré de patata y el goulash, aunque el mandatario se lo podía permitir ya que era un tipo bastante sano: cuando subió al poder en 1971 había dejado de fumar y de beber.

Nicolae Ceaucescu. Lasaña de espinacas, carpas al estilo rumano o un simple filete acompañado de ensalada verde con tomate y cebolla eran sus platos favoritos. A su mujer le encantaba un pastel que se cocinaba durante los funerales, el coliva. Ceaucescu también temía ser envenenado, y en los 80 ese temor se convirtió en paranoia: un químico le acompañaba durante los viajes llevando un laboratori­o móvil que le permitía comprobar cada bocado destinado al dictador; la comida se la llevaban en un carrito sellado con un candado cuya combinació­n se cambiaba cada día.

Sadam Husein. Cordero, carne de vaca, gambas frescas, langosta, aceitunas de los Altos del Golán y comida beduina eran sus manjares preferidos. En el desayuno tomaba leche de camella con pan y miel. En las comidas le gustaba servirse una copa de Mateus Rosé y era un devorador de caramelos. Uno de sus platos estrella era el masgouf, carpa asada. Jacques Chirac lo probó en una ocasión y le gustó tanto que Husein le envió como regalo un avión con tonelada y media a París. Era otro obsesionad­o con ser envenenado, así que siempre viajaba con sus chefs.

Muammar Gadafi. Allá donde iba plantaba su jaima. No bebía alcohol (prohibió su consumo en Libia) y tampoco refrescos de cola. Amigo de Berlusconi, amaba la comida italiana (en especial los macarrones) y la repostería. Pero lo que más le gustaba era la gastronomí­a libia: sobre todo el cuscús con camello.

Kim Jong-il. Un sibarita que mataba a su pueblo de hambre al mismo tiempo que él disponía de una biblioteca repleta de libros de cocina. Le gustaba el caviar iraní, los mangos de Tailandia y los pasteles de arroz los sándwiches de pepino, los scones y la reina Isabel II, a la que envió varias cartas de amor invitándol­a a ir a Uganda para encontrars­e con "un hombre de verdad". Su gusto por la comida rápida le hizo ir ganando peso con los años. Comía unas 40 naranjas al día y sus platos favoritos eran la cabra asada y el pan de mijo. Durante su exilio en Arabia Saudí, era habitual verle en el aeropuerto a la espera de los productos que le enviaban sus familiares desde Uganda. Se le acusó varias veces de canibalism­o, y en una ocasión dijo: "No me gusta la carne humana, es demasiado salada".

Fidel Castro. Le gusta comer y beber y no era extraño verle dando consejos a las mujeres sobre cómo cocinar. De hecho intentó, en vano, que en la isla se fabricase queso francés, foie gras y whisky. En sus años jóvenes le enloquecía la sopa de tortuga. Y, para los que piensan que aborrece la imperialis­ta Coca-cola, en el libro hay una foto en la que el dictador cubano disfruta de una comida acompañado de la chispa de la vida.

A Ceaucescu le llevaban la comida en un carrito sellado con candado cuya combinació­n cambiaba cada día

(1) Restaurant­e Domo. El chef Ángel Aygalas ha elaborado una carta para este restaurant­e de cocina contemporá­nea. (2) The Box. Paco Roncero, chef del NH La Terraza del Casino, traslada aquí una serie de tapas con la esencia de su vanguardis­ta cocina. (3) Coctelería. El hotel cuenta además con una amplia carta de cócteles del bartender Diego Cabrera.

Sol y Mar Café (Fuengirola)

• 60 ml Bulleit Bourbon • 15 ml Bacon Syrup • 10 ml Bulleit Distilled Sauce Bbq • 2

Traje de doble botonadura Tommy Tailored, camisa de algodón Emporio Armani y pañuelo de bolsillo Hermès.

Dash

ay una anécdota referida al joven Picasso, bastante significat­iva, que narra lo siguiente: corría el año 1906 y el artista acababa de terminar el retrato de Gertrude Stein, una obra de estilo precubista en la que la poetisa y escritora americana aparecía en el lienzo con una mandíbula afilada y unos extraños ojos como de máscara africana. – No me parezco en nada, dijo Stein al verse. – Ya te parecerás, le contestó Picasso de forma enigmática. Lo que intentaba explicar el malagueño, auténtico visionario del nuevo tiempo que se aproximaba, era que –a partir de ese momento– gracias a la enorme popularida­d que alcanzaría su pintura, el resto del planeta acabaría viendo a Gertrude Stein tal y como él la había pintado en ese cuadro y no como ella era en realidad. Lo que ha ocurrido durante los últimos 110 años con Albert Einstein es algo muy parecido. Considerad­o como el científico más famoso del siglo (y

XX posiblemen­te de toda la historia), Einstein se ha convertido en una fuente de autoridad tan poderosa e indiscutib­le que todos desean tirar de su manga para utilizarlo como referente de sus ideas o para dar cierto barniz respetable a sus creaciones. Las editoriale­s saben que cualquier libro de divulgació­n –o incluso de autoayuda– que lleve su nombre en el título –Lo que Einstein le contó a su cocinero, Einstein para despistado­s, Einstein y Buda, Pensar como Einstein: claves para ser más creativo y exigente…– venderá mucho más. Como ocurre con Oscar Wilde, Picasso, Groucho Marx ¡o Bob Marley!, uno puede encontrar docenas y docenas de citas suyas (muchas de ellas apócrifas) en artículos, novelas, películas –o simples tuits– aplicadas a asuntos y cuestiones de todo tipo y pelaje. ¿Por qué? Pues simplement­e porque Einstein viste cualquier texto. Queda bien citarlo. Robert Zemeckis se inspiró en su aspecto desaliñado de genio despistado para construir el personaje de Doc en la trilogía de Regreso al futuro; José Mourinho, el entrenador más polémico del planeta fútbol, ha salpimenta­do alguna de sus entretenid­as ruedas de prensa sacando a colación al tío Alberto; y hasta una revista como GQ puede dedicarle en sus páginas un artículo como este.

El problema es que todas estas imágenes populares de Einstein, con sus pelos encrespado­s y su carácter bonachón, presentan una reducción casi paródica de una de las mentes más singulares de todos los tiempos. Y no porque su teoría de la relativida­d no se estudie lo suficiente en las universida­des o porque sus fórmulas no se sigan aplicando de forma práctica a los avances científico­s. Lo descorazon­ador es que para la inmensa mayoría su visión del mundo, del universo o de la vida suele quedar reducida a la estampa de un simpático viejecito sacando la lengua al objetivo y a una ecuación fácil de memorizar (E = mc2) a la que casi todos reaccionan con un "¡esa me la sé!" cuando la preguntan en los concursos de la tele. El signo de los tiempos, que cantaba Prince (aunque tampoco nos llevemos las manos a la cabeza de indignació­n por ello).

Ya lo explicaba Umberto Eco en aquellos sesudos estudios sobre cómics de Superman y canciones de The Beatles que se incluían en el ensayo Apocalípti­cos e integrados. Si hay algo que caracteriz­a al siglo

XX es el triunfo absoluto del fenómeno pop como batidora-mezcladora de la cultura de masas. El desarrollo del consumismo masivo ha acabado convirtien­do el arte y la belleza –en cualquiera de sus diversas manifestac­iones (música, literatura, pintura, ciencia…)– en un producto más de la estantería, sujeto a las leyes del mercado y distribuid­o socialment­e de igual manera que un champú anticaspa o un batido bajo en azúcar. Por eso, hoy en día, no nos resulta nada extraño que la policía marbellí pueda encontrar un Miró auténtico decorando el cuarto de baño de un político corrupto, carente de cualquier inquietud artística, o que el Museo del Louvre se vea obligado a prohibir a los millones de turistas que abarrotan sus pasillos que se hagan selfies con palito junto a la Gioconda. La imagen de Einstein y su E = mc2 parece en ocasiones representa­r de modo tan insustanci­al y frívolo la historia de la ciencia como una pegatina del Che Guevara en una carpeta adolescent­e pueda resumir el movimiento anticapita­lista de los años 60.

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