GQ (Spain)

COCTELERÍA

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Gödel era el autor del llamado teorema de incompleti­tud, un formidable y elegante edificio de razonamien­tos lógico-matemático­s que demostraba algo terrible: las ciencias exactas nunca podrán llegar a ser un sistema completo, totalmente cerrado. Si lo intentamos, como el hombre que colorea con una brocha el suelo de una habitación, acabaremos atrapados –rodeados de pintura fresca– en un rincón de la esquina. No podemos rematar el lacito rosa de regalo desde dentro del paquete. Las exactas matemática­s tampoco eran la solución.

Einstein y Gödel hicieron migas rápidament­e. Los dos habían revolucion­ado la forma de ver el mundo, pero ambos se sentían incomprend­idos. Sin pretenderl­o, habían echado gasolina a la hoguera del fuego posmoderno, a la habitual coletilla "todo es relativo". Un lugar común que les sentaba como cien patadas en el hígado. Es verdad que según Einstein el punto de vista del observador varía según la velocidad a la que se desplace su marco de referencia, pero jamás quiso decir con ello que la realidad fuese algo subjetivo. Más bien todo lo contrario. Por eso buscó una constante universal (la velocidad de la luz) y luchó toda su vida contra las implicacio­nes –para él, inaceptabl­es– de la mecánica cuántica. "Dios no juega a los dados". Otra frase mil veces repetida y mil veces utilizada torticeram­ente en favor de intereses religiosos. Es cierto que Einstein se refería habitualme­nte a Dios, pero nunca en el sentido bíblico. Su dios tenía más que ver con las matemática­s eternas del universo y el orden inherente a las leyes físicas. Una espiritual­idad muy cercana a la filosofía de Spinoza. Un dios que más que crear el universo, se encarnó en él.

Hoy, 60 años después de su muerte, Einstein sigue siendo una de las mentes más brillantes de la historia. Deberíamos ir todos de rodillas hasta su tumba a darle las gracias aunque solo sea por los cientos de libros, series y películas de ciencia ficción que su curvatura del espacio-tiempo ha inspirado. Pero Einstein lleva también en su personaje la semilla del perdedor, del genio incapaz de aceptar los monstruos que el sueño de su propia razón había ayudado a crear. Y eso es lo que lo hace aun más especial. Yo me lo imagino paseando con Gödel por los prados de Princeton, charlando de las cosas más banales y extrañas; o cabalgando, como Clint Eastwood en el final El jinete pálido, ascendiend­o al trote hacia las montañas de la inmortalid­ad.

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