Lo juro por Tony Soprano DANIEL ENTRIALGO Director de GQ FIRMAS GQ
ESTE JUNIO NOS HAN AYUDADO
ÚLTIMO PLANO, FUNDIDO A NEGRO y por la pantalla asoman ya los títulos de crédito. Suena la sintonía de cabecera (ya tan familiar a nuestros oídos que hasta solemos tararearla en la ducha) y fin. Se acabó. The End. Tras horas y horas de sofá (prueba a sumarlas y te entrará hipo del susto), temporadas repletas de capítulos y decenas de conversaciones sobre el tema en cenas con amigos o charletas de oficina junto a la impresora, nuestra ficción preferida –esa en la que hemos invertido tanto y tanto tiempo de ocio– se despide de nosotros para siempre. Momentazo, sin duda; pero también agridulce mezcla de liberación y nostalgia. Por un lado sentimos unas ganas locas de averiguar de una puñetera vez qué es lo que va a pasar con la trama y sus protagonistas. Pasar página. Pero al mismo tiempo no podemos evitar un pequeño pinchazo de vacío por dentro (no es fácil decir adiós a Joan Holloway y el soniquete de sus tacones). Lo explica gráficamente Jon Hamm, nuestra portada de este mes. Según él mismo comenta, el ambiente que se respiraba en el set de rodaje durante los últimos días de Mad Men –serie que concluye justo ahora tras ¡ocho! largos años de emisión– se asemejaba mucho al de una fiesta de graduación de instituto o universidad. La gente reía, alegre y satisfecha, feliz por el trabajo realizado; pero también flotaba en el éter cierto vértigo y melancolía. Como en aquel último gran verano de la adolescencia. – ¡Madre mía! Qué bien lo hemos pasado, ¿eh? – Sí. Pero… ¿y ahora qué? El problema de los finales es que, muchas veces, generan tanta expectación y curiosidad que acaban por provocarnos un efecto rebote. Hemos desarrollado tal empatía por los personajes y la historia que –si la conclusión de la misma no está a la altura– saltamos del amor al odio, como una novia despechada, en décimas de segundo. "¡Pero vaya mierda de final!", espetamos indignados al televisor (o tal vez con su variante aun más contundente: "¡Pero vaya p... mierda de final!"); queremos fusilar a los guionistas al amanecer, invocar con el puño al cielo la memoria de Chanquete y hasta –por solidaridad– pensamos en hacernos socios de pago de la AAFP (Asociación de Afectados por el Final de Perdidos), el auténtico hotel de los corazones rotos de las series.
Y a pesar de tener semejante espada de Damocles colgando sobre sus cabezas, los creadores de series de TV se empeñan cada temporada en presentarnos capítulos piloto más y más originales, repletos de retruécanos imposibles, giros inesperados y conejos sacados de la chistera. Pero como decía un amigo mío cuando jugábamos al mus: "Esto no es cómo empieza, chaval, sino cómo acaba". Así que, tras una nueva decepción, pondremos a Aaron Sorkin por testigo y prometeremos como un fiestero con mucha resaca: "Nunca más. Lo dejo. Esta es la última vez que me engancho a una serie. Te lo juro por Tony Soprano". Su descaro e irreverencia le convierten en uno de los fotógrafos más reconocibles del universo fashion. Este número le hemos pedido que ilumine nuestro verano con un editorial inspirado en The Pink Panther. En GQ somos muy de tomar el aperitivo, de ahí que este crítico gastronómico nos haya contado tooodo sobre la costumbre que sustenta la economía de los bares españoles desde los tiempos de Cervantes. Hablar de los 30 mejores (o peores) finales de series de TV es un asunto peliagudo que solo podía ser tratado por la pluma de un crítico sagaz como Alberto. Eso sí, si eres un talibán de Perdidos, ármate de autocontrol. Pharrell Williams, Iggy Azalea, Sam Smith, Mark Ronson, St. Vincent… Los artistas que más y mejor lo van a petar este verano solo podían converger en el objetivo de este excepcional retratista.