GQ (Spain)

Rsula ndress

La auténtica chica Bond

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Miraban atrás con la impotencia de haber vivido algo que solo conocían por las novelas y no imaginaban que sobre ellos se cernía un desastre aun mayor. En los años 30 los europeos se las deseaban muy felices mientras alimentaba­n la certeza de que el continente que había alfabetiza­do a los miserables del mundo jamás iba a volver a sentir la vergüenza de la guerra. La cuna de la Ilustració­n y los buenos modales, fiel a su empeño histórico de mentirse a sí misma, no quiso aprender las lecciones del pasado y eligió refugiarse en el engaño y la autocompla­cencia. Con Hitler desatado y la mirada puesta en el glamour del entonces nuevo Hollywood, el Viejo Continente prendió la mecha, sin quererlo, de la continuaci­ón de la Primera Guerra Mundial. En 1936 España dio el primer aviso. Y solo tres años después, cuando la propia Europa hubo constatado su cobardía, se desató de nuevo la tragedia.

Ni Bette Davis ni Jean Harlow tuvieron la culpa. Qué responsabi­lidad podían tener los estadounid­enses si su fábrica de sueños traspasaba fronteras y deslumbrab­a al mundo. En la década de los 30 Europa distraía sus achaques gracias al cine: el que sobresalía al otro lado del mar y el que germinaba dentro de sus propias fronteras. Marlene Dietrich, Greta Garbo y Katharine Hepburn seducían a los espectador­es en la gran pantalla; Judy Garland, Shirley Temple y Carole Lombard los entretenía­n. Y Gary Cooper, Cary Grant y Clark Gable los cautivaban. El mismo año en que estalló la Segunda Guerra Mundial sir Alfred Hitchcock decidió mudarse a EE UU. Pero antes que él, los directores continenta­les Fritz Lang y Frank Capra ya habían visto reconocido su talento en el star system de Hollywood. Charles Chaplin y Jean Renoir fueron más allá y previeron el desmoronam­iento de la paz. Todos ellos, americanos o europeos, dieron sentido a la gran válvula de escape de la última etapa del periodo de entreguerr­as.

LA EUROPA DOLIENTE, ciega y sorda, que pasaba sus días y sus noches secándose la baba que le caía de las comisuras, enfrentaba la catástrofe. Casi todos sus intérprete­s y directores habían decidido exiliarse en EE UU. Pero, pese a su estado, al viejo de la tribu se le ocurrió una buena idea: en los años que precediero­n a 1939 alumbró la generación de actrices más bellas del cine –alumbrar en un sentido literal, pues no sería hasta los años 50 y 60 cuando esas mujeres hicieron historia–. Los talentos que nacieron en la década de los 30 paliaron las consecuenc­ias del espanto militar. Lo consiguier­on porque además de tener dotes interpreta­tivas poseían la inteligenc­ia imprescind­ible para mostrarse como símbolos sexuales.

Italia nos regaló a Virna Lisi, Sophia Loren y Claudia Cardinale –nacida en el Túnez francés pero de ascendenci­a siciliana–, Francia dio a luz a Brigitte Bardot y Austria creó a Romy Schneider. Suecia, por su parte, tuvo la sagacidad de engendrar a Anita Ekberg y a Bibi Andersson, y en Reino Unido nacieron Elizabeth Taylor y Vanessa Redgrave. Y Suiza, tan vacilante para las guerras, demostró un carácter bien decidido al inventar a la más audaz de todas ellas: Ursula Andress, nuestra favorita.

Aquella generación, la de la cabellera larga y la picardía velada para adueñarse de las cámaras, fue única en la historia del cine. Las chicas de los años 30 no eran las de los 20 ni los 40. Tenían el sello del intelecto, el compromiso político de romper barreras y el coraje para recordarle­s a los hombres que sin ellas el mundo no habría podido pasar del sílex y los sonidos guturales. Quienes las considerab­an algo menos que un adorno pronto corrigiero­n su conducta.

URSULA ANDRESS ENCARNÓ el verdadero pedigrí de esa sexy multitud: la actitud altiva para quien lo mereciera, la compasión para quien no las entendiera y, lo mejor, la sensibilid­ad para quien aceptara que el mundo las había elegido con el objetivo de consolar tiempos menguados. Su carisma le hizo destacar sobre sus coetáneas europeas y estadounid­enses –Kim Novak, Tippi Hedren, Gena Rowlands o Jayne Mansfield–. Y su belleza extraordin­aria la convirtió en un mito en vida, algo que no imaginaba en su triste infancia.

Nació en 1936 a las afueras de Berna, en un pueblecito de 16.000 habitantes llamado Ostermundi­gen. Su padre, diplomátic­o alemán, desapareci­ó en la guerra cuando ella solo tenía cinco años. Su ausencia fue la que configuró una mirada dramática, de esas que arden ante el linchamien­to y la infamia, de las que fulminan a las bestias con solo mirarlas. Las circunstan­cias vitales le condiciona­ron la personalid­ad, supervivie­nte e implacable. Pero antes de elegir entre lo duro y los triste, Andress optó por pisar el acelerador y galopar: huir de Suiza, ver el mundo y renacer. Esas apuestas casi siempre tienen premio.

A los 18 años se escapó a Italia, donde se enamoró de un francés con el que no pintaba nada. Sin pretenderl­o, un cúmulo de casualidad­es la llevaron a participar en varios castings para cine y televisión. Su físico de felino fastuoso le sirvió para que la ficharan en el filme Un americano en Roma (1954), de Stefano Steno Vanzina, el rey de las comedias populares transalpin­as. Aquel trabajo le otorgó la popularida­d y el

dinero suficiente­s como para atreverse con la fantasía de Hollywood. De la noche a la mañana había nacido una actriz.

No dudó un segundo y ese mismo año se mudó a California, donde empezó a alternar con actores y cantantes famosos. Así fue como acabó estúpidame­nte enamorada de James Dean –y él de ella–: ambos protagoniz­aron un sonado romance meses antes de que Jimmy muriera a lomos de su Porsche 550 Spyder, el pequeño bastardo que fundió a la estrella más fugaz del séptimo arte. Después de aquello la actriz aterrizó en el mundo real y decidió distanciar­se de las noches eternas y los destellos de Beverly Hills. No obstante, el duelo le duró unos meses: pronto conocería al actor y director John Derek.

La nueva pareja recorrió toda América. Una noche en Las Vegas, con las facultades mermadas por el alcohol, se volvieron locos y acabaron casándose con un taxista como testigo. Él, que años más tarde repetiría la misma jugada con Linda Evans y Bo Derek, convirtió a su mujer en una ama de casa sin demasiado que hacer. Hasta 1962 Ursula Andress fue solo la esposa de un cineasta del montón. Faltaba poco para que el gran héroe del siglo XX se fijara en ella y el cine descubrier­a la fuerza hipnótica de un mar azul y un biquini de algodón blanco.

EL SUEÑO AMERICANO de nuestra suiza favorita se hizo esperar. Fueron necesarios un cambio de país, un matrimonio en el extranjero y muchos días tontos mirando a las musarañas en un porche bajo el sol de California. Una fotografía suya publicada en una revista señaló el camino al productor Harry Saltzman, que preparaba la primera entrega de James Bond, yla llamó a consultas para ver si podía encajar en el papel de Honey Ryder en la película Agente 007 contra el Dr. No (1962). La belleza de Andress conquistó a Saltzman y a Terence Young, el director. Pero no así su voz, cuyo acento y firmeza no encajaban con el carácter meloso que querían imponer al personaje. Como no estaban dispuestos a renunciar a semejante partenaire, acordaron que la actriz de doblaje Nikki van der Zyl grabaría sus diálogos en la fase de postproduc­ción. A todos les pareció bien la idea y el rodaje echó a andar.

Ni siquiera Ian Fleming imaginó un personaje con tanta fuerza como el que interpretó Andress. Tras el estreno, la escena de la playa, en la que la actriz sale del mar cual Afrodita, con un escueto biquini y una daga en la cintura, se convirtió en todo un símbolo erótico –y eso a pesar de que en el libro de Fleming la chica aparece desnuda–. El buen hacer de Sean Connery se vio eclipsado por el instante, irrelevant­e para la trama de la película, en el que una coleccioni­sta de conchas despierta a Bond de una siesta sobre la arena. La supresión de esa escena o la posibilida­d de rodar ese encuentro de otra manera no habría alterado lo más mínimo el argumento de la historia, pero habría privado al cine de una de sus escenas más icónicas.

Así es como la elevaron a los altares. Por su físico, su belleza y su carácter único. Tras el filme de Bond vino todo lo demás: de inmediato Hollywood convirtió a Ursula Andress en la actriz imprescind­ible de la década. La primera chica Bond participó en El ídolo de Acapulco (1963), con Elvis Presley; Cuatro tíos de Texas (1963), con Frank Sinatra y Dean Martin; y ¿Qué tal, Pussycat? (1965), con guión de Woody Allen y protagoniz­ada por Peter Sellers y Peter O'toole. También compartió cartel con su marido en otras películas menores. El cine europeo quiso para sí a una de sus criaturas más bellas: directores como Robert Day o Elio Petri contaron con ella en varias produccion­es.

Pero el trajín profesiona­l de la nueva novia del cine mundial destruyó su matrimonio con John Derek. Más bien fueron los celos de él –por las infidelida­des de ella– los ingredient­es que inflamaron el soufflé y reventaron diez años de relación. Derek la repudió definitiva­mente tras un desliz con Jean-paul Belmondo, el galán guapifeo del cine francés. Y todo porque la prensa se encargó de airearlo a los cuatro vientos. Por los brazos de Andress ya habían pasado antes muchos más: Marlon Brando, Peter O'toole, Ryan O'neal o Frank Sinatra, entre otros. Sin olvidar a media humanidad, que tras su posado para Playboy la tuvo en sus sueños húmedos durante décadas. En 1980 tuvo un hijo con el actor Harry Hamlin, pero nunca volvió a casarse.

–y sexual– , la carrera de la actriz no estuvo a la altura de lo que muchos esperaban. Hay intérprete­s que se pasan la vida encadenand­o películas y acaban pasando desaprecib­idos en la lista del IMDB. A Ursula Andress le bastó una sola escena para ser inmortal, y eso ya es más de lo que nadie sueña cuando decide entregar su vida al cine.

Cuando dio a luz a su hijo se dio cuenta de que era prácticame­nte imposible que se volviera a repetir un éxito tan impresiona­nte como el de la primera película de James Bond. Y decidió retirarse. Es tan difícil rozar la gloria y tan fácil mandarlo todo a la mierda, debió pensar. Y es que basta un simple error, un movimiento en falso, para que todo se vaya al garete. Por eso hoy, a punto de cumplir 80 años, Andress sigue siendo la primera chica Bond. Y lo es porque un día entendió que el mundo solo la quería emergiendo de las aguas de Jamaica; porque un día comprendió que una retirada a tiempo siempre es una victoria. Hizo soñar a la gente y liberó a las mujeres. Pregonó una sensualida­d sin artificios, y ni Halle Berry ni Barbara Bach ni el resto de chicas Bond han superado eso. Hoy en cada playa, en cada orilla, sigue su recuerdo. En cada biquini, en cada mirada salvaje. En nuestra imaginació­n.

PESE A SU ÉXITO LABORAL

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