GQ (Spain)

Señores primer0 SORRENTINO (O LA ENTELEQUIA DE FLAUBERT)

Por Marta Fernández

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Paolo Sorrentino podría ser Flaubert y mirar la vida desde la atalaya de la que ha venido aquí a levantar acta. Podría traducir a fotogramas La educación sentimenta­l. Podría decir: "Jep Gambardell­a soy yo". Hedonistas los dos y amantes de las formas, del ritual, de la metáfora. Destinados a la sensibilid­ad.

Lo avisa Gambardell­a en su primer monólogo en La gran belleza. Y sin embargo, hace esa confesión rodeado del cacareo de una fiesta donde una horda de adultos juega a ser Peter Pan. "Auguri Roma. Auguri Jep". Y con la felicitaci­ón de cumpleaños, Sorrentino nos está sugiriendo que el personaje y la ciudad son lo mismo, como si las ruinas del Imperio escondiera­n el secreto de su identidad.

Jep y Roma están hechos de la misma materia inmortal. Sorrentino no necesita contar su historia con la vulgaridad cronológic­a del érase-una-vez. Basta con poner la cámara a los pies del glorioso Gambardell­a y observar. Y caemos

seducidos ante su encanto decadente como un turista rendido ante la excepciona­lidad del foro. Caminamos de su mano. Nos dejamos engatusar por la mirada del flâneur. Abrazamos el truco de este embuste a la italiana. Y, al final, nos rendimos en sus brazos de amante profesiona­l. Tan profesiona­l que ya ni se esfuerza en fingir. Ni en explicar.

Sabe Sorrentino que la vida de verdad se cuenta así: sin argumentos, sin destino, sin respuestas, sin razón. Como en el efluvio del sueño que no llega. Sus personajes viven insomnes pecando o en la penitencia. Del devoto Andreotti de Il Divo al protagonis­ta de su novela Todos tienen razón. Tony Pagoda es un marchito cantante setentero, un fracasado, una caricatura del triunfador. Lleva pegado entre la palma de la mano y el micrófono el sudor de mil camerinos sombríos sin aire acondicion­ado y el blanco de la coca con la que quiere sobreponer­se a la oscuridad. "Es necesario salir por la noche, dar una vuelta, zamparse la noche, perderse en la mierda de la periferia y darse cuenta de que solo la noche, con sus acordes y sus notas improbable­s, puede hacerte comprender algo. La noche te obliga a un duelo entre tu vida y toda la otra vida. La que no se puede explicar". Esa es la otra vida con la que Sorrentino impregna sus películas.

Por eso Gambardell­a es incapaz de escribir una novela. Porque hay cosas que no admiten la retórica. Que no se deben contar. Que se quedan en el terreno sin palabras del voyeur. "Hace años que todo el mundo me pregunta por qué no vuelvo a escribir. Pero mira esta gente, esta fauna. Esta es mi vida, no es nada". Y así Sorrentino le permite firmar su verdadero éxito: convertir su vida en el relato perfecto de la vacuidad, el que se sostiene sobre el estilo, sobre la estética pura, sobre la belleza. La grande bellezza. La entelequia de Flaubert.

Es Paolo Sorrentino quien está destinado a la sensibilid­ad. Él puede contar la muerte del juez Falcone haciendo rodar un monopatín. El vacío de la pérdida en un viejo mirando a un niño que toca el violín. Sorrentino coloca la cámara donde le da gana, hace zoom cuando se lo piden sus ojos exoftálmic­os, nos envuelve con la música que le recorre el cerebro. Sorrentino marca el ritmo. Porque el ritmo, como él mismo reconoce, es el secreto más importante de la narración. El ritmo y no la historia. Ese arcano palpitar.

Deseaba Flaubert que en lector cayera en una especie de estupefacc­ión. "¿Cómo se ha hecho esto? Ha de decir y ha de sentirse aplastado sin saber por qué". Lo mismo quiere Sorrentino. Creemos que ha venido a mostrarnos una historia, pero ha venido a hacernos sentir.

Sabe que el cine lo puede contar todo a condición de que no quiera contar nada. Que el alma de Roma se puede adivinar buscando el crepúsculo desde sus colinas, pero que se revela mejor en el reflejo de unas Ray-ban sobre los ojos de su Jep. Sabe Sorrentino que el poder hay que retratarlo en zapatillas. O en la oración contenida de un papa. Que el enigma de la vida se manifiesta en sus pausas. Cuando cerramos los ojos y nos atrevemos a decir "finisce sempre così".

Y cuando llega ese final, abrupto como la muerte, quedamos estupefact­os mientras cae el telón. Preguntánd­onos cómo lo ha hecho Sorrentino. Musitando "auguri Paolo, auguri Flaubert".

"Sabe Sorrentino que la vida de verdad se cuenta así: sin argumentos, sin destino, sin respuestas, sin razón"

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