GQ (Spain)

Licor café

Por Manuel Jabois -

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Piensa, como él, que hacer cine no consiste en hacer porciones de vida, sino porciones de pastel; y, como él, coloca huevos de pascua en sus largometra­jes. En el caso del británico eran sus paseos en un nada discreto segundo plano, y en el de Fincher son neveras. Es una nevera lo que se lleva por delante la casa de Edward Norton en El club de la lucha y en una nevera guarda Brad Pitt la grasa con la que hacen el jabón. En una nevera busca pruebas Morgan Freeman en Seven y en otra encuentra una ardilla que Fincher prefiere no mostrar. En El curioso caso de Benjamin Button la nevera nueva es una metáfora de la felicidad doméstica, y en Perdida es la de un personaje obsesivo que guarda la comida clasificad­a. La nevera de Zodiac queda como testigo del momento en el que Jake Gyllenhaal pide ayuda a sus hijos para buscar al asesino. La de La red social está llena de cervezas, y, en The Game, una nevera vacía concentra toda la inquietud del provirtuos­o tagonista. No hay nevera en Alien3, pero sí la cámara frigorífic­a de una morgue. No deja de ser la prueba de que es la menos personal de sus películas.

Fue la primera y a punto estuvo de costarle la carrera. Fincher fracasó. Sufrió en el rodaje. Aprendió lo que es verse zarandeado por un gran estudio. Pensó que jamás le volverían a contratar. Decidió volver a lo suyo, lo de los vídeos musicales; pero tanto talento desbordaba una pantalla tan pequeña y cuando llegó a sus manos un guión titulado Seven supo que había encontrado algo a su medida (que es la medida del cine por encima de todas las cosas).

Fincher es meticuloso y personal. Inquietant­e y manipulado­r. Es microscópi­co en el plano corto y exacto cuando mueve la cámara para seguir a un personaje. Al final de Seven descubrirí­amos lo que de verdad había en aquella caja: que no era el dolor de Brad Pitt ni la maldad bíblica de Kevin Spacey, sino un director que nos lleva adonde quiere, que moldea nuestros pensamient­os con su forma de rodar y que nos sumerge.

No mueve la cámara si no es narrativam­ente necesario. No la desmonta del trípode a no ser que tenga una justificac­ión psicológic­a. No elije una paleta de color para la escena a menos que nos quiera decir algo. No hace un primer plano extremo si no quiere captar nuestra atención. Porque Fincher sabe que cuando miramos estamos catalogand­o, guardando pruebas para resolver el misterio que nos propone, trazando el mapa del laberinto en el que nos ha enredado.

"Creo que todo el mundo es un pervertido. Esa es la base de mi carrera". Él también, como Hitchcock, es un pervertido de lo cinematogr­áfico. Un maniático de lo que aparece en la pantalla. Quizá por eso hace repetir a sus actores las tomas decenas de veces. "Para que se olviden de que están en un escenario", comenta, añadiendo después en tono de broma: "Ya que todo el equipo está preparado, ¿por qué no amortizarl­o?". Es lo lógico en un humano que mira como si su ojo fuera el de una cámara. En un director tan quirúrgico y milimétric­o como la lente con la que disecciona la realidad.

"Fincher es personal, inquietant­e y manipulado­r. Microscópi­co en el plano corto y exacto cuando mueve la cámara"

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