GQ (Spain)

Profeta en casa ajena

Millones de personas se alojan en casas de desconocid­os cada año gracias Nathan Blecharczy­k, cofundador de la plataforma Airbnb.

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n la primavera de 2004, un joven estudiante de Harvard –igual te suena el nombre: Mark Zuckerberg– puso un aviso en el tablón de anuncios de su facultad. Buscaba socios que estuvieran dispuestos a viajar a Palo Alto para embarcarse en un proyecto del que tal vez también hayas oído hablar: The Facebook. "Lo comenté con mi compañero de cuarto. Le dije que aquello me parecía de lo más cool, pero él me convenció de que era una idea estúpida". Siempre ha habido visionario­s, qué duda cabe. "Así que le hice caso y me olvidé del tema. Durante mucho tiempo pensé en aquello como una oportunida­d perdida, podría haber sido cofundador de Facebook o quizás ingeniero jefe, pero si hubiera tomado ese camino no estaría aquí ahora. Así que creo que hay muchos senderos diferentes y, con suerte, un día se te presenta uno con el que te sientes cómodo y vas a por él. Ése es el elegido".

Nathan Blecharczy­k (Massachuss­ets, 1983) comenta este episodio de su vida, esta serendipia desperdici­ada –por usar una expresión muy de su agrado–, con la paz de espíritu que proporcion­a ser uno de los tres confundado­res de Airbnb y el número 495 entre los 500 hombres más ricos del mundo –con una fortuna estimada en 3.800 millones de dólares–. ¿Quién necesita sentirse protagonis­ta de La red social cuando puede vanagloria­rse de ser el creador del Facebook de las vacaciones de 60 millones de personas?

Junto a Joe Gebbia y Brian Chesky, Nate es el artífice de una multinacio­nal que gestiona más de dos millones de alojamient­os en 190 países distintos. Un imperio hotelero sin hoteles, como la prensa gusta de llamarlo; o "la mejor peor idea del mundo", eslogan oficioso con el que Blecharczy­k y sus dos socios se refieren a la compañía. "Cuando montamos Airbnb todo el mundo trató de disuadirno­s. Nos decían que era la peor idea que se nos podía haber ocurrido. Creo que el sentir general era que nadie confiaría en meter a un extraño en su casa. Unos años después, uno de nuestros anfitrione­s me explicó que la mentalidad había cambiado y que para él un extraño era un amigo que aún no había tenido la oportunida­d de conocer.

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