Si Brad Pitt conociera a los Chunguitos
SE LLAMABA ERÓSTRATO y era un humilde pastor de Éfeso, allá en la Grecia clásica. Un día, sin razón aparente, le dio al hombre por incendiar el bellísimo templo de Artemisa (considerado una de las Siete Maravillas del mundo antiguo), reduciendo aquella magna obra de arte a pura ceniza. Detenido y encarcelado, confesó bajo tortura el inexplicable motivo de su absurdo proceder. "¿Por qué has quemado el templo, necio?", le preguntaron. "Quería así formar parte de la historia", contestó. "Lograr que mi nombre no fuera olvidado nunca". "¿Pero no te das cuenta, majadero –le reconvinieron–, que serás recordado, sí, pero sólo como un demente y un pirómano?". El pastor movió la cabeza y sentenció: "Eso ya me da igual". Resulta paradójico, pero –para evitar peligrosos imitadores– las autoridades quisieron condenar su pecado con el castigo del olvido. Prohibieron bajo pena de muerte pronunciar o escribir su nombre y borraron toda mención a su hazaña en memoria o documento alguno. Sin embargo, visto lo visto, lo que lograron fue justo lo contrario. Hoy, tantos siglos después, no sólo ha llegado hasta nosotros la existencia de tan esdrújulo nombre sino que incluso lo utilizamos en psicología para designar una patología concreta. Es el denominado síndrome de Eróstrato, que describe a aquellas personas que sufren una obsesión enfermiza por la fama. Individuos que buscan, desean y persiguen ser conocidos y reconocidos al precio que sea, sin importarles demasiado el porqué de tal popularidad.
Aseguran que fue Warhol quien dijo aquello de que todo el mundo merece sus 20 minutos de fama. Eran los años 60 y la televisión irrumpía como nuevo medio de difusión masiva. Hoy, si Warhol siguiera entre nosotros, diría que todo millennial merece su foto de 20.000 likes en Instagram, estar nominado a la expulsión en cualquier concurso de telerrealidad o ser tronista al menos por un día. ¿Pero por qué puede llegar a ser la fama tan adictiva? Lacan, en sus posmodernas teorías (economía libidinal lo llamó), aseguraba por el contrario que nadie desea realmente aquello que cree desear. Como en un remedo de Matrix, somos víctimas de una trampa de nuestro cerebro; el deseo voraz no es más que una especie de señuelo que nuestra mente nos coloca delante para obligarnos a seguir en marcha. Eso que la sabiduría popular ha sabido expresar de modo más sencillo: "Ten cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo".
Brad Pitt ha conseguido todo lo que ha deseado en su vida. Incluso más. Ha chocado de bruces con el techo de la fama y ahora se siente algo confuso. Así nos lo confiesa a GQ en su primera entrevista (exclusiva mundial) concedida tras su separación de Angelina. Al final, la fama puede no resultar tan reconfortante como Eróstrato la imaginaba. Quizá, nuestra portada de junio debería haber tarareado aquel tema de los Chunguitos (más sabiduría popular); ése que decía: "Y si me dan a elegir / entre tú y la gloria / para que hable la historia de mí / allá por los siglos / ¡Ay, amor...! / Me quedo contigo".
Aunque, seguramente, Brad Pitt no conozca a los Chunguitos. En realidad, no son tan famosos.