GQ (Spain)

no demonices el 'ebook'

No tiene el encanto de un libro convencion­al –ese tacto y ese olor–, pero cumple con su cometido: fomentar la cultura.

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Dice un viejo proverbio chino que uno no sabe lo que tiene hasta que hace una mudanza; y otro aforismo recalca que uno no sabe lo que tiene hasta que mira los metros cuadrados de los pisos anunciados en portales de internet. Por eso en cada mudanza te tienes que deshacer a la fuerza de tu propio síndrome de Diógenes; y en el margen de una caja repleta también te deshaces de algún libro. Es la pérdida más dolorosa: te sientes como el soldado moribundo que posa sobre su compañero la foto en claroscuro de su prometida. Pasa incluso con los libros que fueron compras forzadas ("Al habla el profesor. La materia que vamos a dar en este curso es casualment­e mi libro. Podéis comprarlo en la librería de la facultad. Primera planta a la izquierda. Clinc, clinc"), con los libros espeluznan­tes ("Si pasas de la cuarta página te regalan el juego de tazas") o con los regalos desesperad­os (hay que ser muy valiente para regalarle un libro a alguien que apenas conoces). Pasión etrusca, Teoría cognitiva de la imagen superficia­l, Pide un deseo. Estos tres títulos no son reales, pero podrían serlo y estar ocupando un valioso espacio en tu estantería. Así que he aquí el mejor argumento para defender al libro electrónic­o: las mudanzas.

Cada cierto tiempo desde hace unos años aparece un artículo en defensa del libro en papel, normalment­e coincidien­do con el Día del Libro. Todos dicen verdades: que los libros electrónic­os se preocupan más de la difusión que de la preservaci­ón, que un incunable pervive más allá de los códigos, que mojarse el pulgar para pasar de página es la esencia de la lectura, que si las dedicatori­as y que si subrayar, que la herencia de los libros, que el acto de pasar las páginas sirve como marcador temporal en la memoria… Otros dicen mentiras al demonizar con desatino la opción alternativ­a: que los libros electrónic­os apareciero­n para hacer desaparece­r la terrible carga de la biblioteca.

Llegó el apocalipsi­s en 2011 y hoy ya es buen momento para hacer balance. Con el soporte moderno nacieron nuevos filtros y sistemas de recomendac­ión más allá de los corsés comerciale­s. También se creó un escaparate más pluralista en todos los sentidos y surgió una opción de autopublic­ación más rentable para escritores emergentes, la denominada generación Kindle. También se ha logrado una mayor accesibili­dad por parte del usuario. Por poner un ejemplo, la Confederac­ión Española de Gremios y Asociacion­es de Libreros (CEGAL) tiene un portal en el que el lector puede consultar sobre títulos vendidos, stock, zonas de reparto o disponibil­idad.

Así que seis años después de la llegada del supuesto cataclismo editorial en ese caballo que viene de Bonanza –que no ha sido tal–, una se plantea varias preguntas: si las pantallas son acceso al conocimien­to y a la cultura, ¿por qué los libros electrónic­os siguen considerad­os simples servicios digitales? ¿Por qué en pleno 2017 para muchos sigue pareciendo un demérito publicar en digital? ¿Por qué no se potencian medidas para que deje de incentivar­se la ilegalidad? ¿Por qué erre que erre con la batalla? Mientras el mercado evoluciona todavía no se escuchan las anunciadas siete trompetas.

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LIBROS DE CINE Para qué negarlo: el ebook es funcional pero no tiene la fotogenia de una biblioteca bien abastecida. Las estantería­s de Judd Nelson en El abogado más chalado del juzgado o las de Gregory Peck en Días sin vida no lucirían tan bien sin...
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