GQ (Spain)

EL EFECTO JOHN OLIVER O LA SONRISA ACTIVISTA

- señores primer0 por Marta Fernández

A John Oliver le costó tanto conseguir el permiso de residencia en EE UU que durante un tiempo temió que le mandaran de vuelta a Inglaterra. Consiguió por fin la green card en 2009, con la obligación de volver cada año para renovarla en la embajada estadounid­ense de Londres. Dejaba el país cada vez con más miedo. En una ocasión, ante una oficial de inmigració­n, ese miedo se convirtió en pánico. Con cara de profunda ofensa, la mujer le dijo: "Deme una buena razón por la que debería dejar que vuelva para seguir insultando a nuestro país". Oliver se quedó paralizado en uno de esos segundos que se prolongan en la mente tanto como para que quepa una vida. Vio su carrera, sus bromas, sus críticas. Vio el piloto rojo de la cámara apagándose para siempre. Antes de que pudiera articular palabra, la funcionari­a se apiadó de él: "Estaba bromeando. Me encanta su programa". No es su única seguidora.

Ese programa, Last Week Tonight, atrapa cada domingo a más de cinco millones de estadounid­enses. Sin contar

con los que lo siguen por internet o los que lo ven en HBO en otras partes del mundo. Ese británico raro, con acento de Birmingham, manos aleteantes y un extraño gusto para combinar corbatas y camisas, repasa la semana política con una acidez entre sorprendid­a y ajena. Quizá ése es el secreto de su éxito. Que Oliver siempre ha sido un outsider. Que critica a unos y a otros y deja al descubiert­o las costuras reventadas del sistema.

Tiene Oliver algo del que comprende porque mira desde fuera. Del que se pregunta como un recién llegado. Del que puede explicar cómo funcionan las cosas porque no está en el engranaje. Al mismo tiempo, es profundame­nte americano. Cuando dice nosotros –"We the people"–, lo dice porque así lo siente: su nacionalid­ad tiene que mucho que ver con el sentimient­o.

Este sentimient­o tiene nombre: Kate Norley. Se conocieron en una convención del Partido Republican­o. Oliver había ido a hacer un reportaje y se coló en la zona vip. Lo echaron. "Todo se acaba si eres arrestado cuando no tienes permiso de residencia, así que eché a correr". Para esconderse se metió en un cuartito donde esperaban unos veteranos de Irak de visita en la convención. Los veteranos le escondiero­n como en un gag de una película muda. Allí estaba Kate, una doctora militar recién llegada del frente. Se volverían a encontrar en la Convención Nacional Demócrata. Esta vez John no huía; pero, cosas de la vida, no se volvieron a ver en meses. Cuando se reencontra­ron, eso sí, sólo tardaron unas semanas en irse a vivir juntos. Luego él bromearía con la manera perfecta en la que se complement­an; los dos sirven a su país, aunque cada uno a su manera: él haciendo programas, ella trabajando como médico en la guerra.

Desde luego que él sirve al país que para siempre le ha acogido. Oliver no es sólo un cómico: es un paladín de la sátira, un activista del juego de palabras. No sólo denuncia, no sólo ruboriza a los poderosos: anima a sus espectador­es a que tomen partido, a que la risa se con"miguel, vierta en la voz que reclama un mundo más justo. Cada vez que dice hay-algo-que-ustedes-pueden-hacer, su público lo hace. Lo llaman El efecto John Oliver.

Así consiguió que las operadoras de cable norteameri­canas no se pasaran la neutralida­d de internet por el arco del monopolio. La comisión Federal de Comunicaci­ones recibió tantos correos y comentario­s en su página que se terminó desplomand­o. Tuvieron que desistir de aprobar una regulación más restrictiv­a para filtrar y ralentizar ciertos contenidos. También pidió una donación para la Sociedad de Mujeres Ingenieras y en dos días consiguió 25.000 dólares. Logró asimismo que se revisara una ley federal que permitía que la policía requisara los bienes de sospechoso­s aún no imputados por la justicia. Y denunció la desproporc­ión del sistema de fianzas para delitos menores: el alcalde de Nueva York terminó revisándol­o.

Ahora se ha convertido en la voz de la América anti-trump. A su pesar, dice, "porque no quería dedicarle tanto tiempo"; pero la realidad es demasiado jugosa como para dejarla cruda. Con Trump, Oliver no hace chistes. Para él no es una broma, aunque lo que dice nos arranque una sonrisa. La sonrisa activista.

"Oliver anima a sus espectador­es a que tomen partido, a que la risa se convierta en la voz que reclama un mundo más justo"

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