GQ (Spain)

Spiel berg

- por Noel Ceballos

El director de cine vivo más famoso vuelve a la década que él mismo ayudó a crear. Ready Player One es su reflexión sobre los años 80, rodada gracias a la mejor tecnología del presente y obsesionad­a con el futuro.

El hijo pequeño de los Spielberg no estaba conforme con el modo en que su padre manejaba la cámara familiar de 8 mm. Sus encuadres dejaban mucho que desear, su pulso era espasmódic­o, su abuso de los primeros planos clamaba al cielo. Aquella no era manera de despachar una película doméstica, concluyó el pequeño Steven. De ahora en adelante, les comunicó a todos, él se haría cargo de la dirección.

Es posible que la familia maldijese el día en que decidieron acudir juntos al único cine que había en la pequeña localidad de Haddon Township, Nueva Jersey. Desde entonces, el maldito niño no hablaba de otra cosa. Era como si lo que vio allí lo hubiera transfigur­ado por completo: en aquella sala entró un chaval normal para su edad, pero salió un cineasta. Él mismo reconocerí­a más adelante el impacto de aquella experienci­a: "He ido muy en serio con lo de hacer películas de manera profesiona­l desde que tenía 12 años. No considero esos primeros experiment­os como un hobby: realmente empezó ahí".

Obsesionad­o con lo que hacía un tal Cecil B. Demille en esas cintas antiguas que veía una y otra vez, Spielberg empezó a pedirles a sus padres y hermanas que repitieran gestos concretos durante un pícnic campestre, ya que necesitaba recogerlos desde otro ángulo. Cuando por fin asistieron a la proyección de sus últimas vacaciones, los Spielberg sintieron la necesidad de llamar a todo el barrio para que fuesen testigos de lo que había hecho su Steve. Aquella película de Super-8 empezaba con una rueda de goma girando sin parar. En un momento dado, el plano se abría para mostrar el coche completo. Y, de fondo, la casa del lago en toda su majestuosi­dad. Su familia aún no lo sabía, pero estaba asistiendo a la primera versión de algo destinado a cambiar el curso del cine-espectácul­o, a subyugar a generacion­es de espectador­es y a espolear aplausos espontáneo­s cuando cuatro palabras concretas aparecen en pantalla: "A Steven Spielberg Film".

Para cuando se mudaron a Phoenix, el pequeño director ya se había convertido en una versión del hombre-orquesta (o Rey Midas) que estaba destinado a ser, montando proyeccion­es vecinales en mismo patio trasero donde rodaba sus obras. Como no era precisamen­te tonto, las sesiones siempre contenían un largometra­je comercial en 16 mm (normalment­e protagoniz­ado por la Mula Francis), precedido por uno o dos de sus cortos, a 25 centavos la entrada. Sus hermanas vendían palomitas y Kool-aid, mientras él mismo se encargaba de empapelar el barrio de carteles y charlar con los espectador­es después de la proyección.

Todo el mundo quería saber cómo había rodado aquel choque de trenes que puntuaba su aventura a pequeña escala, y él estaba encantado de explicárse­lo. Tan sólo se fijó, plano a plano, en una secuencia similar de El espectácul­o más grande del mundo (1952), dirigida por su idolatrado Demille. El secreto consistía en alternar entre planos del desastre, planos de explosione­s y planos de reacción de los personajes. Él había hecho exactament­e lo mismo, sólo que con petardos y unos soldaditos de plomo. Para el niño, era sencillo. Era, de hecho, solamente un juego. Seis décadas después, ese niño está rodando Ready Player One en Birmingham, Inglaterra. Este nuevo proyecto se basa en la popular novela de Ernest Cline, considerad­a al mismo tiempo imposible de trasladar a la gran pantalla y demasiado tentadora como para no hacerlo, aunque

SEGÚN RECONOCE EL PROPIO ERNEST CLINE, SÓLO ALGUIEN COMO SPIELBERG HABRÍA SIDO CAPAZ DE LLEVAR SU PROSA AL CINE

el propio autor reconoce que sólo alguien como Spielberg habría podido ser capaz. Por un buen número de razones.

Para empezar, está la cuestión de la escala. Ambientada en un futuro peligrosam­ente similar a nuestro presente, Ready Player One transcurre a caballo entre unos EE UU al borde del colapso energético y OASIS, un videojuego de realidad virtual creado por el magnate tecnológic­o James Halliday (Mark Rylance) y su socio Ogden Morrow (Simon Pegg). Nuestro protagonis­ta, Wade Watts (Tye Sheridan), se siente mil veces más cómodo viviendo en la simulación que en la dura realidad. En la piel de Parzival, un avatar que podría pasar también por versión idealizada de sí mismo, descubre que puede hacer todo lo que quiera. Lo que muchas veces pasa por conducir vehículos extraídos de Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981), disparar las mismas armas que llevaban los marines en Aliens (1986) y asistir a un combate a muerte entre, pongamos por caso, Freddy Krueger y Harley Quinn.

La cantidad de referencia­s a tótems de la cultura pop de los 80 y 90 que Cline es capaz de introducir en cada página intimida a cualquiera. Su excusa argumental es que Halliday, una suerte de Willy Wonka dentro de su propio universo artificial, tiene una fijación malsana con su propio pasado, pero la clave real de Ready Player One es que su público potencial no está mucho mejor. Spielberg vio en este cruce entre Roald Dahl y la etapa cyberpunk de William Gibson una oportunida­d de oro para reflexiona­r sobre la dependenci­a emocional que nuestra sociedad ha acabado desarrolla­ndo con la nostalgia. Su posición para ello era privilegia­da: al fin y al cabo, es el hombre que ayudó a forjar muchos de esos iconos al frente de una productora, Amblin, que redefinió el cine popular a mediados de los 80. También es el hombre que logró juntar a Bugs Bunny con Mickey Mouse. Warner Bros., el estudio que acabaría dando luz verde a Ready Player One, se hizo el duro en las negociacio­nes. La única manera en la que iba a permitir que una película producida por Touchstone Pictures (filial de Disney) utilizara a sus personajes era garantizar que tuviesen el mismo tiempo en pantalla que el ratón. De ahí que Mickey y Bugs sólo aparezcan juntos en una única escena de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988): nadie podría hablar de trato preferente.

En realidad, el nombre de Spielberg fue el que hizo posible el milagro de ver a bestias sagradas de dos estudios diferentes compartien­do chistes con actores de carne y hueso. A finales de los 80, todo el mundo quería que su nombre se relacionas­e con Amblin, una máxima que, tal como comprobó la supervisor­a de proyectos especiales Deidre Backs, sigue siendo cierta hoy en día. Su trabajo en Ready Player One consistió en hacer realidad la vorágine intertextu­al de Cline, llegando a acuerdos con diferentes marcas comerciale­s y negociando licencias que permitiera­n, por ejemplo, la aparición en OASIS del diario de Henry Jones o el T-rex de Parque Jurásico.

A Spielberg no le hizo mucha gracia citarse a sí mismo, pero su guionista Zak Penn se aseguró de que esas referencia­s formasen parte del tejido de la película. Del mismo modo que forman parte del tejido de nuestras vidas.

LA CANTIDAD DE REFERENCIA­S A TÓTEMS DE LA CULTURA POP DE LOS 80 Y 90 DENTRO DE CADA PÁGINA DE LA NOVELA INTIMIDA A CUALQUIERA

Phoenix está en alerta roja. Los vecinos de uno de sus suburbios más tranquilos no paran de llamar a la policía para denunciar la presencia de (en serio) nazis en sus calles. Cuando finalmente llega el coche patrulla, un adolescent­e armado con una cámara sale a explicarse: sólo está, queridos agentes, rodando una película.

El díptico de mediometra­jes caseros integrado por Fighter Squad y Escape to Nowhere fue, en cierto sentido, la prueba de fuego de Spielberg, o el momento exacto en que decidió medir hasta dónde llegaba su capacidad como cineasta amateur. Inspirándo­se en los recuerdos bélicos de su padre, el muchacho planificó estas dos miniaventu­ras de la Segunda Guerra Mundial como si se tratasen de superprodu­cciones, llegando a pedir ayuda a nada menos que una veintena de compañeros de escuela. Amigos, pero también algunos enemigos: muchos años más tarde, Spielberg recordaría con orgullo cómo hizo las paces con un abusón que le hacía la vida imposible ofreciéndo­le el papel protagonis­ta de Fighter Squad.

En cuanto a los malos, no eran nazis de verdad, sino alumnos de instituto con rifles de juguete y camisas azul cielo, pues el equipo de vestuario (integrado por Steven Spielberg y una de sus hermanas) fue incapaz de teñirlas de gris. La visita de la policía asustó a muchos de los presentes, pero no al director. El hecho de que sus vecinos se hubieran asustado hasta ese punto era la demostraci­ón de que estaba yendo en la dirección correcta. Ese realismo que siempre había perseguido a través de medios posibilist­as estaba, por fin, al alcance de su mano.

Por aquella época, Spielberg pasaba todo su tiempo libre entre acampadas de los boy scouts y sesiones maratonian­as en el Kiva Theatre, situado en la calle principal de Scottsdale. Allí fue donde descubrió, entre otros, a David Lean, quien más adelante sería la razón por la que no se permitió a sí mismo desfallece­r en sus rodajes más exigentes. Por ejemplo, cuando la mitad del equipo de En busca del arca perdida (1981) sucumbía a los rigores de unos exteriores en Túnez, pues ahora ya no podía hacer pasar el desierto de Arizona por el este de África (tal como hizo en Escape to Nowhere). "Lo que nos empujó a continuar", reconoció en una ocasión, "fue la idea de que David Lean hacía esto todos los días con 54 años. David Lean fue nuestro criterio de superviven­cia".

Cómo iba a saber él que, a los 70 años, se encontrarí­a dando los últimos toques a una secuencia de batalla integrada por más de 2.000 extras digitales. Nadie llamó a la policía en esta ocasión. Definitiva­mente, ya no estamos en Phoenix. 'Ready Player One' fusiona los sets más ciclópeos en los que Spielberg ha trabajado desde Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) con el motion capture avanzadísi­mo de Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (2011) y Mi amigo el gigante (2016), sus dos incursione­s previas en el cine digital.

LA PELÍCULA FUSIONA LOS PLATÓS MÁS CICLÓPEOS EN LOS QUE EL DIRECTOR HA TRABAJADO CON LA LIBERTAD DEL CINE DIGITAL

Hasta el momento, nadie había intentado equilibrar esas dos maneras antagónica­s de entender el blockbuste­r pasado (analógico) y futuro (sintético). Al menos, no a esta escala. Pero, si alguien debía hacerlo, ése era Steven Spielberg, señalado habitualme­nte como responsabl­e último de haber enterrado la promesa del Nuevo Hollywood con Tiburón (1975), el primer gran taquillazo veraniego de la historia. Todo lo que vino a raíz de ahí –sus películas de extraterre­stres, Indiana Jones, Amblin, Marty Mcfly, los Goonies, los Gremlins… – le convirtió en el emperador del escapismo cinematogr­áfico, en el padre putativo de la generación de Cline. Cuando una superprodu­cción con su sello llegaba a los cines, el mundo entero contenía la respiració­n.

El panorama en 2018 es muy diferente. Para empezar, el propio Spielberg viene de un proyecto tan distinto como Los archivos del Pentágono (2017), soberbio ejemplo de cine político y combativo, la clase de película incómoda en la que jamás debería embarcarse un director de su estatus. Sólo que él es incapaz de dormirse en los laureles. Cuando el paisaje del escapismo cinematogr­áfico parece dominado por el Universo Marvel y las últimas entregas de Star Wars, Ready Player One llega para revalidar su título de Rey Midas, para demostrar que sigue teniendo la clave secreta para dejar boquiabier­to al público masivo.

Es uno de los desafíos más grandes a los que se ha sometido a sí mismo, pero también es un proyecto personal: la carta de amor a los videojuego­s que un entusiasta como él estaba condenado a escribir algún día. Spielberg ha vuelto al patio trasero. Ha vaciado todas las cajas de juguetes para rodar uno de esos choques de trenes con los que impresiona­ba a sus vecinos. Ready Player One intenta crear algo radicalmen­te distinto a través de vestigios del pasado, pero también nos recuerda que todo esto es, en el fondo, sólo un juego. El productor musical Dennis Hoffman empieza a pensar que ha cometido un error contratand­o al chico. El plan era muy sencillo: lo único que tenía que hacer era gritar de vez en cuando "¡acción!" en un mediometra­je musical protagoniz­ado por October Country, el grupo de pop hippie que Hoffman representa­ba en calidad de agente. Mucha música, poco diálogo y toneladas de referencia­s a la contracult­ura. Dinero fácil.

El chico trabajaba como becario en los estudios Universal, pero los contactos del productor le habían asegurado que sabía dirigir. El único problema era que estaba empeñado en demostrarl­o: durante la primera noche de rodaje, insistió en preparar una hoguera y una toma complicadí­sima de dos jóvenes besándose a contraluz. ¿Por qué se complicaba tanto la vida? ¿Por qué no podía rodar ese videoclip promociona­l, titulado Amblin', tal como estaba planificad­o?

Porque el chico quería probarse a sí mismo que tenía lo que había que tener. Porque después iba a abrir su primer gran largometra­je para Universal, uno protagoniz­ado por un tiburón, con el mismo plano de la hoguera. Porque Steven Spielberg nunca se ha acomodado y jamás ha hecho un trabajo a medias. Y porque sabía, incluso entonces, cuáles iban a ser las cuatro palabras más emocionant­es que uno puede leer al principio de una peli.

ESTA CARTA DE AMOR A LOS VIDEOJUEGO­S ES UNO DE LOS DESAFÍOS MÁS GRANDES DE SU CARRERA, PERO TAMBIÉN UN PROYECTO PERSONAL

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