GQ (Spain)

ELLAS OPINAN

NOSOTROS ESCUCHAMOS

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ecuerdo la primera vez que vi a una chica desnuda en internet. Era 2001 y comienzo ya mismo a matizar la afirmación, que sirve para arrancar bien un texto pero no es demasiado cierta. Si hablamos de trozos de cuerpo digitaliza­dos, el primero lo vi años antes, a los pocos minutos de conectarme a internet por primera vez en un cibercafé con una amiga. Entramos a un chat y nos hizo mucha ilusión que un extraño nos enviara una foto sin decirnos ni hola. Guau, qué fascinante era esa nueva tecnología, cuántas posibilida­des comunicati­vas, el mundo a nuestros pies, qué misterio, quién sería. Según iba cargándose poco a poco la imagen fuimos reconocien­do qué eran aquellos 175 x 50 píxeles color carne. Ajá.

Me interesó mucho más ver aquellos primeros pechos. El porno ya existía, pero eso era distinto, porque esa mujer (muy joven, española, a la que leía a menudo y que era totalmente normal, menos en su precocidad en el uso de la red y un impulso artístico excepciona­l) podía ser yo. Se estaba desnudando en su blog, con su nombre y apellidos, un buen día y porque le dio la gana. Nadie podía ni impedirlo ni dejar de mirar. No se habló de otra cosa durante días.

Esas dos experienci­as tan tempranas me hicieron reflexiona­r sobre una tensión que existe en internet desde el principio de los tiempos y que las redes sociales han generaliza­do, porque nunca antes en la historia de la humanidad fue tan fácil que tanta gente te viera sin nada.

¿Por qué son tan diferentes el desnudo femenino y el masculino? ¿Por qué resulta mil veces más atrayente lo conocido que lo desconocid­o? ¿Qué derecho tiene alguien a imponernos una visión? ¿Por qué no podemos dejar de mirar ni de hablar sobre algunas cosas, alimentánd­olas? ¿Quién regula lo que no queremos ver? Y al revés, ¿quién garantiza que podamos expresarno­s? ¿Es usar su desnudo el ejercicio de poder de una mujer o un estigma? ¿A quién le damos la capacidad de juzgar qué se puede y qué no se puede publicar? ¿Cuál es el papel de las leyes, de los intermedia­rios y las plataforma­s digitales? ¿Cuál es el precio del anonimato? ¿Qué puede llegar a conseguir una sola fotografía en unos segundos? ¿Cuánto se tarda en olvidarla? ¿Cuál es el límite de lo privado y lo público?

Deseo, exhibicion­ismo, poder, ingenuidad, arte, violencia, anonimato, libertad, negocio, cotilleo, control, atención, privacidad.

Desde hace tiempo, eso es lo que veo cuando alguien se desnuda en internet.

esnuda bajo el sol ('Es diciembre, pero yo viajo'); desnuda en blanco y negro ('Soy misteriosa y esquiva'); desnuda con amigas desnudas ('Estamos súper locas, tía'); desnuda a contraluz ('Perdona, soy artista'); desnuda en un yate ('Soy rica, ¿vosotras no?'). Es fácil, tras echar un vistazo a Instagram, sentir que tu vida es una mierda y que no se parece en nada a un anuncio de cerveza veraniego. Que si te hicieras una foto desnuda tendrías que meter tripa, esconder la flacidez de los brazos, la celulitis de las piernas, forzar un canalillo inexistent­e y, resumiendo, intentar disimular que eres un ser humano. Por alguna razón que no entiendes, tus amigas no se ríen todo el rato mientras posan desnudas en la piscina, y mucho menos cuando se les pone la nariz roja por la sobreexpos­ición al sol, tu novio no tiene EL DIA EN casa en la playa, es más, no tiene casa en ningún sitio,

y tu bikini lo has comprado en las rebajas y ya se está QUE TODO

dando de sí… ¿Cuándo empezó todo a torcerse? EMPEZO A ¿Por qué mi vida no es como en todas esas fotos? TORCERSE El día que me vi a mí misma absolutame­nte

bloqueada porque no sabía qué filtro ponerle a un selfie (dramas del primer mundo), decidí que era el momento de dejar Instagram. Quizá sea generacion­al, pero hacerme fotos a mí misma, por mucho que esto tenga un nombre en inglés, me da mucho pudor. Pero ese día quería ser como las demás, quería liberarme, exhibirme, lanzarme, y para ello tenía que estar guapa… Tan guapa, tan guapa, tan guapa, que empezaba a no parecer yo… Y entonces caí en el trasfondo de mis intencione­s: es que no quiero ser yo, ¡quiero ser otra!

Nunca he sido muy fan del "sé tú misma", porque para ser yo misma tendría que saber antes quién soy y todavía estoy en ello, pero que las redes sociales son el escenario perfecto para encarnar un personaje distinto creo que es innegable. Y ése es el talón de Aquiles de nuestra sociedad; no parece que estemos muy contentos con ser quienes somos y estar donde estamos. Existe una insatisfac­ción personal constante que necesitamo­s paliar compulsiva­mente; una autoestima bulímica que encuentra su buffet libre en las redes.

Si a los 15 años te ofrecieran la oportunida­d de convertirt­e en la chica más popular de la clase, ¿podrías negarte? ¿Y acaso no es Instagram la herramient­a mágica para lograrlo? ¿Quiere decir esto que seguimos teniendo 15 años? A la vista está que sí.

Desde una visión feminista, seguir fomentando el desnudo femenino como cebo es un atraso. Desde una visión individual, tenemos derecho a mostrarnos como nos dé la gana. ¿Dónde están los límites? Y sobre todo, ¿quién debe marcarlos? ¿Una mujer debería aparecer desnuda sólo si la intención de la foto es de nuestro agrado? ¿Deberíamos tolerarla si es usada como denuncia? ¿Deberíamos criticarla si es usada como reclamo?

La buena noticia en los tiempos que corren es que existe un escaparate perfecto para vender un producto sin intermedia­rios. La mala noticia es que el producto eres tú. ¿Hasta dónde estamos dispuestas a llegar para vendernos? Es posible que si yo estuviera súper buena y posara desnuda en Instagram vendiera más libros de los que vendo ahora (la cifra es fácilmente superable, también os digo). ¿Estar súper buena sería sinónimo de ser una súper escritora? Sabemos que no, pero lo que se compra hoy en día no es el contenido, sino el envoltorio… Y el riesgo está en abrir el paquete y descubrir que dentro NO HAY NADA.

El verdadero cambio para nosotras no llegará el día en el que dejen de censurar los pezones en las redes, sino el día en el que dejemos de opinar sobre qué hacen o deberían hacer las mujeres. En general. Y de una vez por todas. Creo que es importante, cuando hablamos sobre el desnudo en los tiempos de Instagram, hacer una diferencia­ción entre desnudez y desnudo; de la misma manera que no es lo mismo el sexo y el porno.

Mientras que la desnudez es un acto cotidiano, el desnudo es la recreación y exposición del primero, pasada por el filtro del momento que nos toque vivir.

Esa recreación y exposición ha encontrado simpatizan­tes y detractore­s a lo largo de la historia. Y si no, que se lo digan a la Maja desnuda que a punto estuvo de meter a su creador entre rejas, o a las hojas de parra que un discípulo de Miguel Ángel utilizó para cubrir la obscena e inmoral representa­ción del cuerpo masculino desnudo que hizo éste sobre el altar tras la Capilla Sixtina.

Hace muy poco, en febrero de este año, Reino Unido y Alemania se negaron a que los famosos desnudos de Egon Schiele adornasen

Miriam Gionavelli forma parte del reparto de 'Velvet Colección', de Movistar Plus y después del verano estrenará 'El año de la plaga' de Carlos Martín Ferrera. Puedes seguirla en @miriamgiov­anelli)

ecuerdo como si fueran hoy mis primeras clases de dibujo del natural en la Facultad de Bellas Artes, con apenas 18 años. Tenía tanta vergüenza de mirar el cuerpo desnudo –en aquel caso, masculino– que se mostraba ante mí para ser dibujado, que tardé semanas en atreverme a alzar la mirada. Sentía algo que entremezcl­aba lo prohibido, lo pecaminoso y una especie de violación de la intimidad. ¿Era su cuerpo o era mi mirada? Ahora, tras tantos años y tantos desnudos dibujados, deteniéndo­me en el equilibrio, el ritmo, la calma, el tono, la composició­n de los cuerpos, todos tan distintos, creo que debemos educar nuestra mirada. Limpiarla. Desalienar esa mirada que se siente sucia, que busca en el cuerpo desnudo poseer en vez de compartir, dominar en vez disfrutar con el otro, no del otro. Nuestra tradición judeocrist­iana añadió la vergüenza del cuerpo desnudo tras el pecado original, y nuestra tradición patriarcal asumió que el desnudo femenino equivalía a disponibil­idad sexual de la mirada masculina. Como experta en arte he pasado demasiado tiempo contemplan­do lo que hombres occidental­es en general, usuales detentador­es del poder o a su servicio, imaginaban y construían como cultura normativa: sus fantasmas sexuales convertido­s en conductas a interioriz­ar, sus deseos proyectado­s sobre la eterna disponibil­idad de cuerpos femeninos, sus miedos convertido­s en amenazas, sus complejos en rabia. Nada que objetar, pero no erijamos esa mirada como única, hegemónica, como conducta prescripti­va para entender la realidad. La representa­ción de los cuerpos no reproduce la realidad, la representa­ción construye un relato a la medida del creador y la realidad es, todos lo sabemos, un poco más complicada y multifocal. El arte occidental, heredado hoy por la fotografía, el cine y la publicidad, devuelve no sólo las conquistas sino también las carencias, miedos y prejuicios de sus creadores y de la sociedad a la que pertenecen, construye un modo de observar que confunde el acto de mirar con el acto de poseer.

Reeduquemo­s nuestra mirada: desnudo no equivale a sexo. Sexo no equivale a dominio. Nuestra mirada está contaminad­a por siglos de violencia y miedo a sentirnos vulnerable­s ante el otro (ante la otra) tratando de disimular ese miedo con mirada prepotente (el porno, caballeros, es una construcci­ón visual, no es sexo de verdad y, por ello, mentira). No hay nada más interesant­e que observar un cuerpo desnudo en movimiento, sin ataduras de ropa, reconciliá­ndose con la naturaleza. Me encanta dibujar y ver cómo los cuerpos se adaptan al paso del tiempo, a las tareas que ese cuerpo ha ido realizando, a sus hábitos, a esas arrugas producto de la sonrisa, la infelicida­d o una postura demasiado habitual. A cómo las emociones y experienci­as han modulado sus gestos y movimiento­s. Atrévanse a mirar su cuerpo y el de su pareja en un espejo, con curiosidad, sin miedos: no hay nada malo en ello.

Llevo casi 20 años pasando las mejores semanas de vacaciones estivales con mi familia en un resort naturista donde mis hijos, antes de andar, se acostumbra­ron a ver con total naturalida­d no sólo su cuerpo y sus cambios, sino el de los demás: adultos, niños y ancianos. Mujeres, sí, pero también muchos, muchos hombres de todos los tonos de piel, edades y complexion­es físicas con órganos más o menos grandes o diminutos, más o menos caídos por los efectos del tiempo y la gravedad, más o menos bellos o asimétrico­s. Todo cae, desengáñen­se, pero cae –si se sabe llevar– acompasada y armoniosam­ente. La belleza de los cuerpos desnudos, los reales, descansa en cómo la vida les (nos) ha enseñado a comportars­e y aceptarse.

El otro –y la otra– jamás se acopla a nuestra mirada, a nuestra medida, por mucho que lo quieran, que lo queramos repetir como un mantra, o cada vez que intentamos suplir con una nueva compra el hueco que supone estar vivo y necesitar a nuestros semejantes. Hay que negociar, queridos lectores, ceder, sentirnos vulnerable­s y vulnerados, frágiles. Minúsculos a veces. Sí, nosotros también somos cuerpos objeto de la mirada del otro.creo que mi pareja y yo les hemos hecho un gran favor a nuestros hijos. En su adolescenc­ia, no comprendía­n por qué muchos de sus compañeros tenían esa risa nerviosa cuando hablaban de tetas o cuando insistían en la importanci­a del tamaño de sus genitales. Saben que hay tantos como personas y son de lo más variado. El papel couché reproduce un ideal, no la realidad. Salgan a ella, mírense en el espejo, sean consciente­s de que les miran y acostúmbre­nse a mirar a los otros, a las otras, con la misma ternura que les gustaría recibir.

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Los pechos son paralelos pero no son simétricos: cada pezón –salvo excepcione­s– mira para un lugar distinto. De alguna manera, son una metáfora de nuestra sociedad frente a la igualdad de la mujer. Bienvenido­s al debate, entonces. econozco que observo los desnudos en Instagram con envidia crítica. Por un lado, admiro la autoconfia­nza de quien lo hace. Brota en mí un "¡OLE!" de folclórica. Pero también sale la señora octogenari­a que llevo dentro y pienso: "Ay, criatura, si lo que haces en internet, se queda en internet. En unos años igual te arrepiente­s de haber subido esa foto".

Antes de nada, conviene aclarar de qué hablamos cuando hablamos de desnudo en Instagram. La red social no permite imágenes de genitales, relaciones sexuales o primeros planos de nalgas completame­nte desnudas. En relación con los pezones, se permiten fotos de mujeres que amamantan y mujeres que han tenido mastectomí­as. Y además permite la desnudez en fotografía­s de pinturas y esculturas. Vamos, que nada de desnudos integrales. Dicho esto, más allá del tema de la privacidad y la seguridad, a lo que te enfrentas al ver la fotografía de un desnudo en Instagram es a la siguiente disyuntiva, al siguiente debate: ¿la tendencia forma parte del necesario empoderami­ento femenino o es sólo otro ejemplo de nuestra constante necesidad de autoafirma­ción?

La respuesta es que es un poco de ambas cosas. Por una parte, la desnudez y la confianza en el cuerpo es puro empoderami­ento, porque el empoderami­ento comienza en y con los cuerpos. La sociedad nos lleva repitiendo decenios que los ocultemos si no son ideales. El desnudo femenino ha estado plenamente legitimado en el cine, en videoclips, en la fotografía artística o en portadas de revistas de moda. Como si para desnudarse fuese necesario un determinad­o tipo de modelo o un determinad­o tipo de observador. Si lo hace Kate Moss en una portada, bien. Si lo hace una modelo frente a la cámara de Jeanloup Sieff, Man Ray o Bill Brandt, bien. Pero si la modelo es una chica con su iphone, sobre su cama, sobre una sábana de Ikea que tú también tienes, y en bragas de andar por casa, mal. En ese sentido, el desnudo en Instagram sirve para empoderar y para democratiz­ar una práctica que consideram­os completame­nte natural en otros ámbitos.

Pero, por otra parte, está la constante manipulaci­ón de nuestros cuerpos para mantener nuestra reputación online. Para esto ni siquiera hace falta mostrar un poco de carne, todos los hacemos. Nos troquelamo­s a base de filtros –de beauty filtros– para satisfacer un poco nuestra autoconfia­nza. Pillamos el ángulo bueno. Tapamos la estría, el muslo excesivo. Nos moldeamos como arcilla de Ghost. Porque reconócelo: no es lo mismo un selfie con muchos comentario­s que un selfie yermo de halagos.

Así que la realidad presenta tantas aristas e interpreta­ciones como cada desnudo. Pero una cosa está clara: si algún día te plantas delante de la fotografía de una chica que posa en braga y sujetador en Instagram y crees que es indecente –o algo peor–, el problema es tuyo y de la cultura sexista que te ha hecho pensar así. Porque si ves una fotografía análoga, de un chico sin camiseta, confiado, seguro, nunca hubieses pensado lo mismo. Y es ahí donde empieza el cambio.

Jersey con cuello de pico y pantalones con ribete, ambos Calvin Klein 205W39NYC. En segundo plano, camisa estampada Coach y gafas de sol Wayfarer Ray-ban.

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