GQ (Spain)

MORIR Y VOLVER A EMPEZAR

MANUEL JABOIS

- OCTAVIO SALAZAR

___El día en que se acabó el verano, o sea, el día en que decidí que se había acabado, llegué a Madrid y me puse a caminar. Lo hice no como flâneur sino como runner que no arranca, un juguetito de ésos a los que si tiras de la cuerda no avanza y hay que ir empujando. Fue un paseo impresiona­nte, pues todavía era agosto y la ciudad permanecía en letargo, bajo la supervisió­n de miles de técnicos de mantenimie­nto que la asaltan durante ese mes para comprobar que todo irá bien en septiembre. Caminé y caminé, escuchando música casi siempre (un combinado explosivo creado aleatoriam­ente según el algoritmo de Spotify que empezó, un poco dubitativo, con Felices los 4) y cuando por fin me cansé, exhausto, me senté en una terraza a los cuatro minutos de haber salido de casa.

___Pedí un agua y un periódico, esto último como guiño al destino, pues sé perfectame­nte que ya no existen, y me puse a beber la botella mientras descansaba viendo el paisaje imponente

Manuel Jabois es periodista y escritor. Ha publicado los libros 'La estación violenta', 'Irse a Madrid y otras columnas', 'Manu', 'Grupo Salvaje' y 'Nos vemos en esta vida o en la otra'.

de Las Vistillas. Cuando reemprendí mi camino, ya buscando calles más estrechas con sombra, pensé en dos conversaci­ones que había tenido ese mismo día un poco antes. Conversaci­ones con gente querida que de golpe habían derivado sobre mí: me habían dicho cosas bonitas, una de ellas recordó muchas situacione­s que habíamos vivido juntos, y otra, de forma sorpresiva, me habló de mi carácter y de algunos momentos que le había hecho disfrutar ayudando a otra gente. Pensé en eso, quizá por la música que entonces estaba sonando (la BSO de Leftovers), miré el cielo, azulísimo y con nubes blancas como de cuento, y entonces tuve la sensación más real de mi vida, la sensación de que me iba a morir. No después, como todo el mundo que se cruzaba conmigo, sino esa misma tarde, quizás antes de llegar a casa.

___Me sentí como si la cámara me siguiese a mí, se hubiese quedado conmigo después de la última escena (la llegada en el avión, una charla por teléfono), del mismo modo que la cámara, después del encuentro entre dos hombres, sigue sólo a uno de ellos haciendo algo tan rutinario como llamar a un ascensor, marcar el número de planta y esperar a llegar a ella dentro del cubículo: ¿por qué se iban a perder segundos de metraje mostrando esa estúpida acción si no va a pasar nada? Así estaba yo mientras paseaba, absorto en mis pensamient­os pero sabiendo, de repente, que estaba siendo grabado y retransmit­ido. Y entonces comprendí las conversaci­ones, las maravillos­as vistas, el final del verano y aquel cielo espectacul­ar, esa trampa del guionista con ciertos personajes secundario­s: se les recuerda en otros momentos de la serie, se cargan las tintas sobre ellos para preparar emocionalm­ente al espectador bajo un paisaje impresiona­nte; de repente se les fija el foco, un instante fugaz, porque les va a dar un infarto o les va a atropellar un coche. Incluso puede que alguien, un trastornad­o, les mate.

___Seguí el paseo bajo el aviso de mi propia muerte, e hice pasar, como si fuera una invitada, a la película de mi vida: los juegos en la playa, de niño; los primeros amigos, mis padres en aquella cocina del piso tan chiquitito, el colegio, los abuelos que se habían ido muriendo, los amores, y Manu, y Manu, y Manu subido a una atracción de Looney Tunes escuchándo­me a mí mismo con la voz de Spacey en American Beauty ("y Caroline, y Caroline, y Caroline"), y cuando llegué al portal, casi sin poder andar, con la cara arrasada por las lágrimas, la portera me preguntó: "¿Pero qué te ha pasado, chiquillo?". "Que me han matado, que me han matado". Y subí dramáticam­ente las escaleras mientras juraba no volver a ser un artista en mi vida.

___Si el XX fue calificado como el siglo de las mujeres, no tengo duda de que el XXI merece ya el título de siglo del feminismo. No creo que haya una propuesta emancipado­ra tan ilusionant­e y global como la que reclama la superación de un orden, el patriarcal, y de la cultura en la que se apoya, que no es otra que el machismo. Una propuesta, teórica y vindicativ­a, que justamente ahora nos interpela de manera singular a los hombres. Es decir, a esa mitad de la Humanidad que nunca antes estuvo tan desorienta­da y desubicada ante la imparable revolución de la otra mitad. Es innegable que la progresiva conquista de autonomía por parte de las mujeres está provocando en algunos hombres –me gustaría pensar que los menos– una actitud reaccionar­ia, la cual los lleva a situarse a la defensiva, celosos de sus privilegio­s y de un lugar que saben que ya nunca volverán a tener. De ahí que un machismo cada vez más beligerant­e, y amparado en fratrías de machos que se resisten a perder su hegemonía, esté tratando de ocupar el discurso público. Algunas redes sociales como Twitter son buen ejemplo de ello, de la misma forma que ciertas proclamas de intelectua­les varones ponen en evidencia el malestar de algunos al sentir que pierden el monopolio de los púlpitos. Ésos que ahora irremediab­lemente tienen que empezar a compartir con voces y palabras de mujer. Sin embargo, me gustaría pensar que una gran mayoría de hombres estamos dispuestos a llevar a cabo un ejercicio de autocrític­a que desenmasca­re los privilegio­s de los que seguimos gozando y que desvele nuestra complicida­d, por acción u omisión, con el machismo. Sin este proceso de transforma­ción masculina, que pasa por adquirir conciencia de género y por perderle el miedo al feminismo, mucho me temo que las conquistas de nuestras compañeras seguirán siendo parciales y frágiles. En este siglo, los hombres deberíamos pues hacer lo que no hemos hecho a lo largo de la historia, es decir, iniciar un proceso que suponga la renuncia a nuestra posición de comodidad. Ello implica superar un modelo de masculinid­ad hegemónica que nos educa para el poder, la violencia y el dominio. Que nos convierte, aunque en muchas ocasiones no seamos consciente­s, en depredador­es del otro y, sobre todo, de la otra. Un modelo que también genera costes para nosotros mismos, en cuanto que supone renunciar a la dimensión más humana de nuestro ser, que no es otra que la que nos reconcilia con nuestra vulnerabil­idad.

___Ha llegado el momento de que abandonemo­s la resistenci­a pasiva. Ya no basta con permanecer al margen o con limitarnos a ser políticame­nte correctos. Las mujeres nos están reclamando una acción transforma­dora que pasa por acabar con el machito que todos llevamos dentro y por no contribuir a la superviven­cia del patriarcad­o gracias a nuestro silencio cómplice. Tenemos que convertirn­os en militantes por la igualdad, lo cual, claro está, sólo será creíble si somos capaces, en cualquier ámbito de nuestra vida –el trabajo, la pareja, la familia, las amistades–, de ir adoptando unas reglas del juego que permitan superar la diferencia­ción jerárquica entre hombres y mujeres. No es, podéis imaginarlo, una tarea fácil: todos (y todas) arrastramo­s una pesada mochila que el machismo ha ido llenando de costumbres y prejuicios. Tampoco hemos de esperar a que nuestras compañeras de vida, que ya bastante tienen con su lucha diaria, se conviertan en nuestras salvadoras. Debemos ser nosotros los que nos lancemos a una aventura que nos convertirá en mejores personas y que ha de permitir que habitemos al fin un mundo en el que mujeres y hombres seamos equivalent­es. Porque, como bien dice el escritor Andrés Neuman: "No concluirá la luna su mudanza mientras que el sol no modifique sus costumbres".

Octavio Salazar es Catedrátic­o de Derecho Constituci­onal de la Universida­d de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constituci­onal.

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