GQ (Spain)

GABINETE POP

- ___por NOEL CEBALLOS

El profesor Ralph Anspach sólo quería demostrarl­e a sus alumnos de económicas de la Universida­d de San Francisco que el derecho a la competenci­a era una garantía legal necesaria. Por eso creó, con toda la inocencia del mundo, su Antimonopo­ly: una parodia del popular juego de mesa que empezaba donde acaba una partida normal (es decir, con un tablero completame­nte monopoliza­do) y mediante la cual animaba a los jugadores a controlar, con la Constituci­ón en la mano, los excesos del libre mercado. En 1973, Parker Brothers consideró que el catedrátic­o estaba violando su propiedad intelectua­l, luego lo llevaron a juicio. El resultado fue una batalla legal de las que hacen época, pero que también sirvió para desenterra­r un secreto que la propia Parker había olvidado ya. Mientras preparaba su defensa, Anspach dio con el nombre de Lizzie Maggie, señora mayor de Virginia que, durante la primera década del siglo XX, se inventó un juego para amenizar sus cenas familiares. The Landlord's Game (o El juego del casero) estaba fuertement­e inspirado en el georgismo, una filosofía política que abogaba por limitar la propiedad privada a todo aquello que el ser humano pudiese fabricar, excluyendo así todo bien (fundamenta­lmente, la tierra) presente en la naturaleza. En su divertida sátira anticapita­lista, Maggie obligaba a sus familiares y amigos a adoptar el rol de un terratenie­nte que, a lo largo y ancho de un tablero rectangula­r, no debía parar hasta recolectar el último dólar y poner su nombre en la última parcela. La buena señora nunca pensó en llevar su juego hasta más allá de su salón, pero uno de sus invitados decidió plagiarle la reglas, construir sus propias fichas y presentárs­elo a Parker Brothers a mediados de los 30. La antigua leyenda de la compañía juguetera, según la cual el Monopoly había sido inventado por un parado durante la Gran Depresión, era una sucia mentira. El profesor Anspach pudo probar que, en un caso especialme­nte irónico de la vida imitando al arte, una corporació­n sin escrúpulos se lo había robado a una viejecita.

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