Las semillas del diablo
La empresa con peor imagen del mundo entra en una nueva fase. Su compra por parte de Bayer la ocultará de las iras ecologistas. Ya troceada, ¿estamos ante la muerte de MONSANTO?
No hay mejor villano que Monsanto. Un Sauron que parece diseñado por la mente de un guionista de artillería distópica. Entrar en su mundo virtual supone exponerse a una (presunta) arcadia tecnológica gobernada por una sonrisa forzada que provoca escalofrío. Un mundo feliz, prolongación del imaginado por Aldous Huxley. La salvación que se promete (alimentación personalizada desde la agricultura celular, por citar un camino) contrasta con una reputación que haría volatilizarse a cualquier empresa normal; o pedir la baja permanente al más blindado de los jefes de prensa. Para medio mundo, es la encarnación del mal. Pero, como una versión orwelliana aplicada al universo alimentario, ha sobrevivido (véanse las manifestaciones de 2013) a su inquebrantable arrogancia. Hasta ahora. Y es que la corporación de St. Louis, con más de un siglo de vida, está en una nueva encrucijada, tal vez definitiva. Tras el intento infructuoso de 2016, se consolida la adquisición del emporio agroquímico estadounidense por parte de Bayer, cifrada en un montante de 66.000 millones de dólares (53.375 millones de euros). ¿Será el fin del supervillano? ¿Monsanto es comprada o ha sido ella la que ha decidido venderse?
Lo que sabemos es que la marca Monsanto como tal desaparece, sobre todo para no dar mala imagen. A partir de ahora será otra cosa. Su división de semillas y herbicidas Liberty (el mayor productor de semillas transgénicas del planeta) será incrustada en la compañía alemana BASF, otra de las grandes del sector químico. Obligada por las autoridades comunitarias que han supervisado la operación, Bayer se deshace así del elemento pernicioso. Permanecerá de Monsanto la digitalización del campo a través de la plataforma tecnológica Climate Corporation, un ambicioso programa que comprende datos de monitoreo ambiental, variables agronómicas y simulaciones climáticas de alta resolución. Monsanto latirá agazapada.
DE DÓNDE VENIMOS Monsanto ha sabido moverse en un clima de bajada continuada de los precios agrícolas. Su revolución agroalimentaria tiene en la biotecnología celular su espada láser. El arroz dorado, la berenjena bt y el maíz resistente al agua pueden ser muy útiles y sacar de la pobreza a muchos pequeños agricultores, pero cuesta creer que detrás de la estrategia de pivotar hacia la biotecnología impulsada en su momento por su CEO Robert B. Shapiro –difícil no ver en él a un Sr. Burns de carne y hueso– no se esconda un único objetivo: vender patentes y poco a poco construir un descomunal monopolio global. El mayor de cuantos se haya visto hasta la fecha. Uno que esté vigilado por una especie de policía de los genes que controle la simiente del planeta.
Poder absoluto. Antes de la actual dinámica de fusiones, Monsanto fue adquiriendo compañías de semillas por todo el mundo: algodón, soja, legumbres, tomate, patata, maíz, trigo y sorgo. Poco a poco, las semillas no transgénicas (tan puras y variadas como las del maíz de México) van desapareciendo mientras el agricultor compra más caro las del gigante. Es la segunda revolución verde liderada por un fantasma que muchos siguen llamando Baysanto. El problema, más que en la salud, está en la dependencia. Si bien científicos desinteresados confirman que la amenaza sanitaria de los OMG (Organismos Modificados Genéticamente) es infundada, lo cierto es que la corporación ha ido cobrando derechos de autor para proteger sus inversiones. Investigar para luego amortizar el gasto a través de las patentes, protegidas por contratos leoninos que incluso impiden acumular grano para el año siguiente. El negocio, al que toda empresa aspira legítimamente, tendría a la manipulación genética como medio. Las consecuencias, para sus detractores, han sido acabar con la biodiversidad de los campos (los controvertidos monocultivos) y la deforestación. Uniformizar el sector habría llevado también a la eliminación de las comunidades de agricultores.
"La experiencia demuestra que encontrar efectos sobre la salud de cualquier cosa que tiene que ver con la alimentación es extremadamente difícil"
Más allá, la contaminación anti-natura (cada vez más controlada) y la biopiratería. Por no hablar de las acusaciones recurrentes de malas prácticas respecto a la adquisición de licencias, cláusulas abusivas, sobornos y presión lobbista.
Y es que Monsanto no puede blanquear un pasado lleno de sombras. Desde la proliferación a partir de 1935 del policloruro de bifenilo (PCB), sustancia contaminante y nociva, al ominoso uso de su Agente Naranja durante la Guerra de Vietnam, ya metida la empresa de lleno en la fabricación de herbicidas tóxicos. Como el tristemente famoso Roundup, comercializado al principio como biodegradable hasta que se demostró lo contrario. Monsanto acaba de ser condenada a pagar 289 millones de dólares al jardinero Dewayne "Lee" Johnson por sufrir un cáncer terminal tras su exposición continuada al herbicida.