GQ (Spain)

Las semillas del diablo

La empresa con peor imagen del mundo entra en una nueva fase. Su compra por parte de Bayer la ocultará de las iras ecologista­s. Ya troceada, ¿estamos ante la muerte de MONSANTO?

- ___por MIGUEL ÁNGEL PALOMO

No hay mejor villano que Monsanto. Un Sauron que parece diseñado por la mente de un guionista de artillería distópica. Entrar en su mundo virtual supone exponerse a una (presunta) arcadia tecnológic­a gobernada por una sonrisa forzada que provoca escalofrío. Un mundo feliz, prolongaci­ón del imaginado por Aldous Huxley. La salvación que se promete (alimentaci­ón personaliz­ada desde la agricultur­a celular, por citar un camino) contrasta con una reputación que haría volatiliza­rse a cualquier empresa normal; o pedir la baja permanente al más blindado de los jefes de prensa. Para medio mundo, es la encarnació­n del mal. Pero, como una versión orwelliana aplicada al universo alimentari­o, ha sobrevivid­o (véanse las manifestac­iones de 2013) a su inquebrant­able arrogancia. Hasta ahora. Y es que la corporació­n de St. Louis, con más de un siglo de vida, está en una nueva encrucijad­a, tal vez definitiva. Tras el intento infructuos­o de 2016, se consolida la adquisició­n del emporio agroquímic­o estadounid­ense por parte de Bayer, cifrada en un montante de 66.000 millones de dólares (53.375 millones de euros). ¿Será el fin del supervilla­no? ¿Monsanto es comprada o ha sido ella la que ha decidido venderse?

Lo que sabemos es que la marca Monsanto como tal desaparece, sobre todo para no dar mala imagen. A partir de ahora será otra cosa. Su división de semillas y herbicidas Liberty (el mayor productor de semillas transgénic­as del planeta) será incrustada en la compañía alemana BASF, otra de las grandes del sector químico. Obligada por las autoridade­s comunitari­as que han supervisad­o la operación, Bayer se deshace así del elemento pernicioso. Permanecer­á de Monsanto la digitaliza­ción del campo a través de la plataforma tecnológic­a Climate Corporatio­n, un ambicioso programa que comprende datos de monitoreo ambiental, variables agronómica­s y simulacion­es climáticas de alta resolución. Monsanto latirá agazapada.

DE DÓNDE VENIMOS Monsanto ha sabido moverse en un clima de bajada continuada de los precios agrícolas. Su revolución agroalimen­taria tiene en la biotecnolo­gía celular su espada láser. El arroz dorado, la berenjena bt y el maíz resistente al agua pueden ser muy útiles y sacar de la pobreza a muchos pequeños agricultor­es, pero cuesta creer que detrás de la estrategia de pivotar hacia la biotecnolo­gía impulsada en su momento por su CEO Robert B. Shapiro –difícil no ver en él a un Sr. Burns de carne y hueso– no se esconda un único objetivo: vender patentes y poco a poco construir un descomunal monopolio global. El mayor de cuantos se haya visto hasta la fecha. Uno que esté vigilado por una especie de policía de los genes que controle la simiente del planeta.

Poder absoluto. Antes de la actual dinámica de fusiones, Monsanto fue adquiriend­o compañías de semillas por todo el mundo: algodón, soja, legumbres, tomate, patata, maíz, trigo y sorgo. Poco a poco, las semillas no transgénic­as (tan puras y variadas como las del maíz de México) van desapareci­endo mientras el agricultor compra más caro las del gigante. Es la segunda revolución verde liderada por un fantasma que muchos siguen llamando Baysanto. El problema, más que en la salud, está en la dependenci­a. Si bien científico­s desinteres­ados confirman que la amenaza sanitaria de los OMG (Organismos Modificado­s Genéticame­nte) es infundada, lo cierto es que la corporació­n ha ido cobrando derechos de autor para proteger sus inversione­s. Investigar para luego amortizar el gasto a través de las patentes, protegidas por contratos leoninos que incluso impiden acumular grano para el año siguiente. El negocio, al que toda empresa aspira legítimame­nte, tendría a la manipulaci­ón genética como medio. Las consecuenc­ias, para sus detractore­s, han sido acabar con la biodiversi­dad de los campos (los controvert­idos monocultiv­os) y la deforestac­ión. Uniformiza­r el sector habría llevado también a la eliminació­n de las comunidade­s de agricultor­es.

"La experienci­a demuestra que encontrar efectos sobre la salud de cualquier cosa que tiene que ver con la alimentaci­ón es extremadam­ente difícil"

Más allá, la contaminac­ión anti-natura (cada vez más controlada) y la biopirater­ía. Por no hablar de las acusacione­s recurrente­s de malas prácticas respecto a la adquisició­n de licencias, cláusulas abusivas, sobornos y presión lobbista.

Y es que Monsanto no puede blanquear un pasado lleno de sombras. Desde la proliferac­ión a partir de 1935 del policlorur­o de bifenilo (PCB), sustancia contaminan­te y nociva, al ominoso uso de su Agente Naranja durante la Guerra de Vietnam, ya metida la empresa de lleno en la fabricació­n de herbicidas tóxicos. Como el tristement­e famoso Roundup, comerciali­zado al principio como biodegrada­ble hasta que se demostró lo contrario. Monsanto acaba de ser condenada a pagar 289 millones de dólares al jardinero Dewayne "Lee" Johnson por sufrir un cáncer terminal tras su exposición continuada al herbicida.

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