GQ (Spain)

DJS

POR QUÉ NECESITAN AMOR Y ADMIRACIÓN

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Los DJ Awards nacieron hace 21 años en Ibiza para intentar paliar una injusticia histórica: los profesiona­les que hacen bailar a tanta gente también se merecen un reconocimi­ento.

Si alguien quiere ridiculiza­r la profesión de disc-jockey, las opciones para la mofa o el escarnio son numerosas. En la prehistori­a, cuando el dj era la persona que ponía discos en las fiestas privadas –los entrañable­s guateques de los 60–, siempre se le identifica­ba como el pobre tipo feo que, por no poder ligarse a ninguna chica, se refugiaba en su colección de discos, que era una manera de llamar al onanismo por otro nombre. Y en la actualidad, cuando están más extendidos que los hackers rusos, el mayor desprecio pasa por reducir el trabajo del dj a tocar un par de botones y dejar que sea la informátic­a la que mezcle la música. Algo, o sea, que haría cualquiera.

No negaremos que en este gremio hay mucho sinvergüen­za –un ejemplo ilustrativ­o estaría en Paquirrín, cuando intentó tirarse el rollo–, pero es de justicia reconocer también que el dj, cuando hace bien su trabajo, no es un simple descendien­te del Australopi­tecus que anima las fiestas, sino un artista. En su esencia más depurada, el dj es un narrador de historias musicales, alguien que utiliza sus discos para crear un flujo mágico de sonido que nos hace bailar, viajar y evadirnos de la realidad; puede ser también una inspiració­n y un prescripto­r –la de discos que nos habremos comprado por su culpa–. Y, en definitiva, a su figura le ha pasado como al patito feo de Andersen, que con el paso de las décadas se ha convertido en cisne.

Hace unos años, para saber quién estaba en la cumbre de la profesión, había que leer la lista de la revista inglesa DJ Mag: mediante votaciones online de clubbers de todo el mundo, publicaba una vez al año un ránking –similar al del tenis profesiona­l– que medía la popularida­d de cada uno de ellos. Cuanto más arriba te situaban los fans –en el número uno han estado DJ Tiësto, David Guetta, Martin Garrix o Armin Van Buuren–, más opciones tenías de acumular una fortuna superior a la del sultán de Brunei. En los últimos tiempos, ese baremo ha cambiado: es la lista de la revista económica Forbes la que mide el estatus de unas figuras que son tan rentables como las viejas estrellas del rock o los quarterbac­ks de la NFL. Este verano, por sexto año consecutiv­o, la cúspide de la clasificac­ión la ha ocupado Calvin Harris, que fue capaz de embolsarse 42 millones de euros en una temporada.

En definitiva, hay mucha gente que no tiene claro todavía lo que es un dj. Para cierta parte del público, son estrellas del pop; para otra, son chamanes; y los escépticos siempre dirán que lo de mezclar dos discos lo pueden hacer ellos con la punta de alguna extremidad de su anatomía; pero José Pascual siempre lo entendió de un modo diferente: la suya era una esfera artística que merecía respeto y que se tomase en serio. De modo que hace 21 años puso en marcha una iniciativa, los DJ Awards, que buscaba otorgar reconocimi­ento a los mejores profesiona­les del gremio, al menos allí donde empezó a gestarse el boom mundial a finales de los 90, la isla blanca de Ibiza. "Yo provenía del coleccioni­smo de arte y contactó conmigo Emilio Azcárraga, quien por entonces era el presidente de Televisa, y surgió un proyecto que consistía en grabar a djs para televisión", cuenta Pascual. "No salió porque Emilio murió en 1997, pero quise seguir adelante con la idea y pensé, como alternativ­a, en una entrega de premios".

Sería atrevido decir que los DJ Awards son los Oscar o Grammy de la música de baile, pero la idea es la misma: terminada la temporada de clubbing en Ibiza y, mediante votación popular, los fans otorgan su reconocimi­ento a los mejores djs en diferentes categorías –trance, house progresivo, techno, etcétera–, a los temas más monstruoso­s que han sonado en las discotecas, e incluso a la mejor afición internacio­nal –en 2018, los clubbers que han transmitid­o mejor onda en Ibiza han sido los argentinos–. Este año, la ceremonia de entrega tuvo lugar en la discoteca Heart, con la presencia de los artistas premiados, la estrella del porno Nacho Vidal y una generosa representa­ción de la industria del ocio en Ibiza. La reunión, en definitiva, de una familia numerosa, ramificada y dispersa, pero muy bien avenida.

De haber estado todos los nominados, la fiesta habría tenido un lucimiento similar al de una gala de la FIFA. Pero como ocurre en todas las élites del entretenim­iento, hay vedettes que, si no tienen el premio garantizad­o –los Cristiano Ronaldo de los platos–, prefieren no hacer el viaje para volverse de vacío. Por eso no se vio por la sala a Richie Hawtin, a Sasha o a Sven Väth, algunos de los líderes de la nación techno de las últimas décadas, que pudiendo estar facturando en otra parte prefiriero­n no tomarse la molestia de ir sólo por una nominación. Pero sí pisó el escenario para recoger su kriptonita –el premio que reciben los galardonad­os es una pieza verde brillante y puntiaguda– una leyenda de Ibiza, Carl Cox, el proclamado como "el dj más feliz del mundo".

Algo que tienen los DJ Awards es que entienden el ciclo natural de los profesiona­les de la música de baile como una secuencia de momentos

SÓLO EN UNA TEMPORADA CALVIN HARRIS GANÓ 42 MILLONES DE EUROS

altos y bajos. En la escena de baile más comercial, la llamada EDM –por sus siglas en inglés Electronic Dance Music, que es una corriente que Ibiza recibió hace años con los brazos abiertos, pero de la que se ha ido desvincula­ndo para recuperar su esencia house–, las estrellas son carne de cañón en manos de managers depredador­es, y de ahí que haya artistas que se retiren jóvenes y más quemados que un cenicero –como Axwell–; y otros que deciden quitarse de en medio para acabar con toda la presión, como fue el caso del malogrado Avicii. Pero se puede ser sabio, veterano y cabal en este mundo estresante, y de ahí los premios al conjunto de su carrera a leyendas del house como Little Louie Vega –miembro fundador del equipo Masters at Work, la mayor máquina de producción del house de los 90–; o a Roger Sánchez, el dios del house latino. "En las fiestas nos encontramo­s a muchos fans de la vieja guardia que vienen con sus hijos", explica Vega, cuya residencia en Ibiza de este año se ha saldado con un éxito mayúsculo. "La pasión por esta música no entiende de edades, nunca se es demasiado joven o mayor para que el ritmo te lleve de viaje a otro lugar".

Como en toda industria en marcha, la del clubbing está obligada a generar nuevas estrellas. El dj revelación de la temporada en Ibiza ha resultado ser Alex Kennon, un joven artista italiano –actualment­e residente en Barcelona– que practica un tipo de house líquido, dislocado, que prefiere las sutilezas tímbricas y las estructura­s rítmicas fragmentad­as al típico bombo machacón. En el mundo real, Kennon todavía no es nadie –puede ir tranquilam­ente por la calle y no le reconocerí­a ni una cámara de seguridad–, pero en Ibiza ya ha hecho felices a muchos fans y su música empieza a ser habitual en los equipos de la gente que va de club en club. Tiene la esperanza de que esta curva ascendente se consolide y pueda estar cerca del nivel de sus ídolos, auténticas máquinas de facturar –y de hacer bailar– como Ricardo Villalobos, Luciano o Loco Dice. Él es, junto con otros premiados –Archie Hamilton, Max Chapman, Camel Phat, Patrick Toppings– la gran esperanza de la industria.

El mundo de la música electrónic­a de baile es complejo y global, de modo que unos premios como los DJ Awards no pretenden ser un reflejo de todo lo que ocurre en una industria que se desperdiga por la actualidad musical como el cuerpo gelatinoso de Tetsuo al final de la película Akira. Es un circuito en el que se mueven divas del house vocal de la época legendaria –Barbara Tucker, la versión soul de la música de club, cantó en directo en la gala, todavía afectada por la reciente muerte de Aretha Franklin–, productos prefabrica­dos como The Chainsmoke­rs –este año, segundos en la lista de Forbes de los mejor pagados; son al techno lo que Justin Bieber al pop– y una enorme escena undergroun­d que flota bajo la reluciente punta del iceberg de la cultura dance.

Una escena que, además, cambia año tras año. Como explica Roger Sánchez, las viejas categorías –techno, house, drum'n'bass, electro– ya no son suficiente­s para contener un flujo de cambio en el que la influencia del hip hop es cada vez más fuerte. El reggaetón en su versión más abstracta –no es broma; hay gente ahora que desmenuza el reggaetón como Ferran Adrià deconstruí­a la tortilla de patatas– es una corriente en boga, e Ibiza, año tras año, observa como su dominio mundial en el clubbing de verano tiene que resistir ante el envite de nuevas escenas como la de las islas griegas y Las Vegas. Pero si los DJ Awards se entregan en Ibiza es por algo: Ibiza mantiene una oferta de ocio que ningún otro lugar del mundo ha sido capaz de copiar, quizá porque Ibiza sea inimitable. Ibiza tiene las discotecas, el mar, el centro histórico y el interior prácticame­nte deshabitad­o en el que uno, si tiene dinero, puede aislarse del mundo dentro de una lujosa villa. Ibiza tiene aeropuerto y está a tiro de piedra de Londres, Roma, Berlín y París.

Si el universo de la música de baile tiene un centro, ése sigue siendo la isla. Las grandes fortunas, salvo excepcione­s, se empiezan a forjar en clubes como Hï, Amnesia, Pacha o Ushuaïa, que es donde los fans de la fiesta se reúnen cada año y acaban ofreciendo sus bendicione­s en forma de voto a sus artistas favoritos. Ibiza no es toda la escena electrónic­a, pero es ese punto de apoyo que, como la palanca de Arquímedes, hizo que se pudiera mover el mundo. Y que este mundo se mueve se demuestra con una realidad muy sencilla: mientras los djs consigan que la gente baile, no habrá de qué preocupars­e. Hacen felices a una multitud incuantifi­cable e internacio­nal. Qué menos que agradecérs­elo con un premio con forma de kriptonita.

SI LA MÚSICA DE BAILE TIENE UN CENTRO,ÉSE ES IBIZA

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