Ecología, movilidad, espíritu alternativo y encanto histórico… Así es Friburgo, la metrópolis verde.
Ecología, cerveza, movilidad, recetas tradicionales, transgresión… FRIBURGO mezcla espíritu alternativo y encanto histórico.
Los españoles adoran Friburgo. Huyen en verano de los 40 grados y se encuentran con, ay, los 39 de la capital de la Selva Negra. La ciudad más cálida y soleada de Alemania rompe muchos tópicos teutones. Sorprende, por ejemplo, que la gran urbe más pequeña del país –226.000 almas, muchas en retiro universitario– esté encajada entre laderas verticales cuajadas de viñedos. En estas espesas colinas, visibles desde cualquier parte, nace el vino badense de la ancestral variedad blanca Gutedel. La cerveza, por ahora, puede esperar. El mercado español, ya decimos, persigue en pernoctaciones al francés y sólo mira a lo lejos al suizo, la otra frontera más próxima. A menos de una hora en coche o en bus directo desde el aeropuerto de Basilea (con el que opera Easyjet), el trayecto hasta esta puerta de entrada a la fantasía de Schwarzwald es pan comido. Nunca estuvo tan a mano redescubrir el que fuera gran centro comercial durante la Edad Media, al ser único paso hacia la Selva Negra desde el valle del Rin al oeste. Fundada en 1120, esta villa próspera de la que sólo quedan en pie tres de sus cinco puertas históricas –una de ellas reconocible por un Mcdonald's que parece llevar allí desde la antigüedad–, siempre tuvo vocación de ir a su aire. Ciudad libre se hace llamar. Sólo a Erasmo de Rotterdam no le convencía Friburgo. Veía en sus gentes atraso y conservadurismo. Si echara un vistazo ahora… Vería justo eso, libertad. Y una simbiosis perfecta entre el Friburgo de antes y el de hoy, el de los canales y el del activismo verde, el de su catedral invencible y el de sus clínicas de cirugía estética, el de las viejas casas de los artesanos y el de los edificios de cristal; como la biblioteca, inaugurada en 2015 y abierta a los estudiantes 24 horas al día. La ciudad respira educación y cultura, desde el gran almacén histórico al Museo de los Agustinos o a su prolífico arte grafitero. Respira, por supuesto, aire puro: el centro intramuros es territorio vedado a los coches. El metro y el tranvía despiertan envidias y las bicicletas son parte del paisaje, la rutina diaria de niños, adultos y ancianos (en tándem si hace falta).
Decir que Friburgo es una ciudad alternativa o una pequeña Berlín sería simplificar. Algo de ello tiene en la distancia, pero permanece su identidad: ser además capital de la ecología europea y ser reivindicativa, acogedora y exquisita en los modales –todo ello representado en la Columna de la Tolerancia, un feo poste luminoso que regula los decibelios del botellón de Augustinerplatz–. Ser orgullosa de contar con la torre más bonita de la cristiandad y durante cien años la más alta del mundo, la de su catedral gótica, indemne a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Y al mismo tiempo ser provocadora, precisamente en ese lugar sagrado cuyas vidrieras y pórtico exhiben un descarnado humor negro. Ser cariñosa e inclusiva, con los barquitos de juguete hechos por discapacitados surcando los riachuelos de esa otra Venecia que sale del río Dreisam. Y acabar por ser simplemente rara, en una mezcla de escenas: unos tipos encaramados al puente azul de hierro ven pasar la vida, mientras otra gente pasea la suya propia y la de sus mascotas en carritos para perros.
LA METRÓPOLIS VERDE QUE AMA LA CERVEZA
De Friburgo cae bien hasta su equipo de fútbol, el más simpático de la Bundesliga. Uno de sus sponsors es Rothaus, la cerveza de la Selva Negra por excelencia. Todo queda en casa y gira alrededor de la comunidad, como se demuestra cada día en el Münstermarkt, el mercado de la catedral o el paraíso de las bayas y las frutas del bosque. Frambuesas, arándanos y moras silvestres destacan ordenadas por colores entre calabazas y kohlrabi, flores, hierbas y encurtidos. Los pequeños productores toman la plaza para vender sus proyectos de temporada, desde mermeladas a salsas de paprika. El jamón ahumado, las populares Lange Rote, salchichas rojas de hasta 35 cm, y el pastel de queso de la tienda Stefans completan el menú que puede continuar bajo techo en el Markthalle, con puestos de comida callejera algo más exótica.
Si se opta por el delicatesen local, la tienda Rädle Feine Kost pone cara a los agricultores, pescaderos o bodegueros artífices de su gastronomía más pura.
El mundo agrícola convive con la vanguardia de la militancia ecologista. El barrio de Vauban, imán de refugiados y líder en tecnología medioambiental, es único en Europa por sus edificios de arquitectura pasiva y sin emisiones. La bohemia queda para Stühlinger, el barrio antiguo de estudiantes muy de moda ahora por sus fiestas y su energía hípster. Entre las calles adoquinadas donde los cafés sacan sus terrazas, una joya para los entendidos en espirituosos: Alte Apotheke es una antigua farmacia que reabrió en 2016 como tienda de alcoholes en la que se degustan destilados artesanales. Mucha ginebra nacional y regional –como la Gin Monkey 47, de la Selva Negra–, algo de pastis y otras bebidas afrancesadas como la absenta. De hecho, cada viernes, antes de salir a cenar, se recuerda aquí l'heure verte (hora verde) propia de los bistrós del siglo XIX.
Sin tanto malditismo, la cerveza acaba por imponerse. Y es que Friburgo huele a lúpulo. En los bajos del mercado Markthalle, Martin's Bräu permanece como la primera cervecería de la ciudad. Y Hausbrauerei Feierling tienta por el ambientazo de su jardín de cerveza. Pero conviene concertar una visita guiada por la fábrica de Ganter, la marca más comercial de
Friburgo. Desde 1865 en manos de la misma familia, Ganter se mudó cerca del río algunos años después para aprovechar el agua blanda, fresca e insípida del manantial sobre el que hoy se levanta una impresionante fortaleza industrial. Los pormenores de la Ley de Pureza Alemana –de la cerveza, que obliga a utilizar ingredientes 100% naturales– y del surtido de 16 etiquetas distintas los explica Eberhard Haist, aka Professor Doktor Gerstenkurn, guía y sumiller de cerveza con aspecto de un profesor Bacterio de Baden-württemberg.
Fuera del centro, en una zona sin turistas que combina hangares y casas residenciales, la cosa es diferente. Junto a un taller de coches antiguos y una carpintería, los chicos de Decker instalaron su cuartel general, primero como almacén cervecero, después como fábrica clandestina en la que hacían todo a mano y, por fin, como cervecería independiente, la craft más estimulante de la región. De la botella de litro para compartir que empezó a correr de mano en mano a estar en los supermercados. Sin usar publicidad, los tres socios fundaron la empresa en 2014 y ya son cinco cerveceras las que acogen, además de contar con un club de cerveza artesana. La fórmula: gusto por lo amargo, con lúpulo del lago de Constanza, método tradicional y fermentación en frío. El secreto: espíritu amigable, que esto es Friburgo.
CAFÉ INTENSO, SPRITZES LOCALES Y SURF DE ASFALTO
Ya que el bar garage de Decker pilla de camino, el eterno adolescente encontrará en los containers de Layback un nuevo ídolo: Hartmut Olpp es el responsable de que medio Friburgo haga surf. Si en el río es imposible, lo que se cabalga son longboards hechos a mano o por el robot que Olpp mismo ha diseñado. Cada ser humano tiene su tabla, sólo hay que entrar en la cultura skate. Si ésta es más punk, la de Ingmar Schettler es más rock fifties, pues sus dos barberías del centro se ajustan al patrón clásico ya asumido de tatuajes y grooming masculino. Con el bigote acicalado, los trajes a medida de la sastrería de Benedikt Flügel sientan de otra manera. A sus 29 años, atiende impecable y corta telas italianas de verano e inglesas de invierno. Elegancia urbana que viste al personal de One Trick Pony, el gran cocktail-bar de Friburgo. Se bebe también en el bar Hemingway y en Elizabeth, coctelería decorada con el pop-art de Niklas Quade y que ha abierto un rooftop frente a la catedral para asegurarse la clientela de puesta de sol. Micha, el propietario, apuesta por la informalidad latina y prepara versiones del Aperol Spritz mientras el precioso restaurante Oberkirch Weinstube, abajo en la plaza, sirve cócteles Hugo, el Spritz alemán, para acompañar la tradicional trucha salvelina.
Con recetas hogareñas y mucha sopa caliente, la cena luce en el restaurante Lichtblick cuando la lluvia azul de la glicinia cubre la callejuela más romántica de la ciudad, la Konviktstrasse con sus casitas medievales. Queda elegir el café, no tan sencillo como antes, cuando en Alemania sólo se vendía un infame líquido oscuro. Una opción es haber visitado Rösterei Schwarzwild, una pequeña planta de tueste regentada por Andrea Jauch que, tras dejar su trabajo, se apuntó a la moda berlinesa del café más ligero, con matices afrutados y ácidos. Sus variados expresos, procedentes de pequeños productores de todo el mundo con los que mantiene contacto directo, son gloriosos. Y digestivos.
Otra opción compatible es subir hasta el Monte del Palacio Schlossberg, en funicular o peldaño a peldaño, y coger sitio en la terraza del restaurante Greiffenegg. Un café con vistas a los tejados de Friburgo, a su catedral y al valle del Rin es un café feliz.
"Sin tanto malditismo como la absenta, la cerveza acaba por imponerse. Friburgo huele a lúpulo"