GQ (Spain)

MANUEL JABOIS

La insólita vida y muerte de la Bella Otero.

- POR MANUEL JABOIS

Una de las cosas más asombrosas del asombro de mujer que fue la B ella Otero (Carolina Otero, bautizada Agustina), nacida en una aldea pobre de Pontevedra, Valga, hasta convertirs­e en una de las mujeres más ricas y deseadas del mundo, es el catálogo de suicidas que dejó al paso de su belleza fascinante. Hasta siete hombres se mataron por ella. Carmen Posadas fue inventaria­ndo los suicidios y los aspectos más beligeran es de su vida en un magn co libro, La B ella O tero, que publicó Planeta tras una investigac­ión en profundida­d sobre la cortesana en la que tuvo cuidado la autora en separar con tiento la paja del tesoro, pues en la antigua Agustina, como en los mejores enrevesado­s personajes de cci n como ese a sby emeroso de su pasado que inventa a convenienc­ia , no se sab a lo ue era s lido as a que uno apoyaba la mano a conciencia.

Se negó a reconocers­e gallega hasta poco antes de morir, y en una de sus giras por Sudamérica (giró por todo el mundo, también Rusia, donde conoció a Rasputín, que fue el que la encamó con el zar Nicolás), la B ella se encontró en Buenos Aires con un emigrante de Valga que empezó a aplaudirla entre el público al grito de " viva la Cordeirana" , que era como se la conocía en la aldea al sospechars­e que su padre era un paragü ero remendón. " ¡ Detengan a ese hombre, por Dios! " , exclamó ella parando el espectácul­o. Permaneció el gallego en prisión varios días; cuenta Posadas que es probable que a Pepe Simón, como se llamaba el buen hombre, lo confundies­e Carolina Otero con O Conainas, o lo que es lo mismo, Venancio Romero, el salvaje violador que casi la mata cuando era niña.

Dilapidó su fortuna en casinos, pues era ludópata de armas tomar, y se obsesionó con su juventud y belleza al punto de retar al tiempo y evaporarse como por arte de magia antes de acercarse a los 50 años. Toda su exigencia para entonces ya estaba en las timbas y en la rule a, a ci n en ermi a ue compar a con otro compañero de aventuras, Harpo Marx. Exiliada en Niza, la B ella envejeció rodeada de leyenda y sin saber ya c mo asen ar su prolongada cci n de evocadora Carmen de Merimée y Bizet. Se había acostado con más hombres y mujeres de los que podía recordar, su presencia con un caballero era para él un signo de distinción, pues su compañía además de bella era carísima y contaba con el timbre real de jefes de Estado de medio continente, pero la vejez la fue cubriendo como una telaraña en un espectácul­o al que asistía atónita y derrochona hasta morir sin un duro. Todo lo que quedó, lo irrisorio de esos millones de francos que devinieron en apenas seisciento­s, lo donó, quizá como acto de contrición, a los más necesitado­s de Valga, pueblo en el que hoy tiene estatua que la muestra con los brazos en alto, no se sabe muy bien si empezando uno de sus famosos bailes o ilustrando cómo le medía el pene a Rasputín.

Tuvo una frase certera que resume a la perfección su vida diluida en el juego, algo que la acabó condenando a morir vagabundea­ndo en la calle, ella por quien todo París parecía dispuesto a suicidarse si era menester. Aquella niña analfabeta que bailó y sedujo a medio mundo hasta vaciarle los bolsillos dijo cercando ya la muerte, cuando atizaba a los fotógrafos con el bastón: " Sólo tuve dos pasiones: una ganar, la otra perder" .

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