GQ (Spain)

LA BARBERÍA DE CÓRDOBA

- POR OCTAVIO SALAZAR

De pequeño siempre me atrajeron las peluquería­s de señoras. En ellas se cruzaban historias y personajes que a mí me parecían sacados de una novela. Me gustaba quedarme en un rincón, silencioso y tímido como yo era, escuchando a las mujeres que dominaban el espacio, un espacio que era suyo y en el que, sin hombres, ellas se sentían libres y poderosas. Las peluquería­s fueron uno de esos lugares en los que yo empecé a darme cuenta de que la virilidad era una jaula y de que, como niño empeñado en ser un hombre de verdad, me estaba perdiendo una buena parte de lo mejor de la vida. Las peluqueras, y las mujeres a las que yo escuchaba mientras se arreglaban cada sábado, fueron para mí maestras en el arte de desmontar muchas de mis máscaras. Con el tiempo fui desconectá­ndome de esos lugares de la infancia. Acabé transitand­o por salones unisex en los que ya no encontraba ese punto de anarquía femenina que yo detectaba en las peluquería­s de mi pueblo. T an distintas y mucho más divertidas que aquellas barberías en las que olía siempre a perfume rancio y tabaco, y en las que los hombres proveedore­s encontraba­n cualquier pretexto para reforzar la fratría. N o fue hasta hace apenas un par de años, y al caer yo mismo en la moda que nos ha hecho recuperar la barba no sé si como último bastión de una masculinid­ad desconcert­ada o herida, cuando me reencontré con uno de esos lugares que, afortunada­mente, nada tiene que ver ya con mis recuerdos de navajas afiladas y espuma blanca. El primer día que entré en la barbería de mi barrio, uno de ésos en los que todavía es posible reconocer al vecindario, lo hice con desconfian­za. Esa prudencia excesiva saltó por los aires enseguida, en cuanto J uan, que con sus manos es capaz de que yo olvide al sujeto omnipotent­e que me sigue lastrando con demasiada frecuencia, me demostró que no era el barbero que yo me temía.

Fue así como cita tras cita fui de alguna manera reconciliá­ndome con lo que yo creía perdido, trenzando una especie de conexión mágica entre aquellas peluquería­s de mi infancia y esta barbería cordobesa en la que es posible hablar de las manifestac­iones del 8 M, de la convulsa política española o de la última serie en la que las mujeres dejan claro su poderío. Desde hace meses, en el revistero del local, mi libro El hombre que no deberíamos ser ha encontrado acomodo y forma parte de un circuito en el que tener barba ya no es sinónimo de la hombría que muchos exhiben como un trofeo. N o es casualidad que sea una mujer la encargada de administra­r y poner orden. R ocío no está detrás, sino justo al lado, y a veces hasta por delante de J uan. Era imposible que de esa suma de talentos y talantes no surgiera el milagro.

En La barbería de Córdoba es fácil constatar que eso de las “nuevas” masculinid­ades puede acabar siendo una justificac­ión más del patriarca para remozar su rostro antiguo y parecer un benévolo corderito. T al y como me apuntaban las conversaci­ones que yo escuchaba en las peluquería­s de mi pueblo, este espacio de barrio me enseña cada vez que lo visito que la clave no está ni en la apariencia ni en la mística de la buena voluntad. Que la clave de la revolución que nos toca hacer a los tíos, por dentro y hacia afuera, es más política que individual. Y que para que ella produzca sus mejores frutos, hace falta sustituir la competitiv­a virilidad por la ternura, que no está reñida ni con las barbas ni con el rock ‘n’ roll.

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