GQ (Spain)

OJALÁ SER PARA SIEMPRE TU BENJI PRICE

- por IAGO DAVILA

No soy especialme­nte futbolero. Me gusta seguir a mi Celta y disfruto los piques entre Madrid y Barcelona. No entiendo nada de táctica y nunca recuerdo si tal o cual jugador era bueno o malo. Veo los partidos con amigos o, en su defecto, comentando a través de Whatsapp. Debo conocer a tres futbolista­s que no jueguen en la liga española, y me entretiene más Biwenger que 90 minutos de puro estilo Klopp.

En mi familia hay un acuerdo para que los niños sean celtistas, por el vínculo que tienen con Vigo y porque ser de un equipo modesto forja el carácter y el compromiso. En casa apenas se ven partidos, y aunque fomentamos que nuestros hijos hagan deporte, no somos de esos padres que sueñan con que en el futuro sean estrellas del balón.

Ha sido en el colegio donde mi hijo mayor ha empezado a ser consciente del papel que desempeña el fútbol como integrador social. Le bastó una pachanga en el recreo para darse cuenta de que la destreza con el esférico y la popularida­d van de la mano.

Sé perfectame­nte lo que signi ica para la autoestima de un niño ser el último elegido para el equipo, o que los amigos le afeen su poca habilidad balompédic­a. De hecho, de pequeño me hice portero porque era el puesto que nadie quería y en el que mejor me podía defender con mi físico redondeado. Salvo cantadas mani iestas, todo el mundo entiende que te marquen goles y, sin embargo, cuando haces una gran parada te consideran un héroe.

Y fue este repentino interés por el fútbol, combinado con la voracidad con la que Nico consume dibujos, lo que me animó a ponerle capítulos de Campeones. La memoria es traicioner­a, pero recuerdo con entusiasmo lo que disfruté de Oliver y Benji hace 30 años, y cómo nos lipábamos comentando cada uno de sus episodios.

Para mi sorpresa, la serie ha envejecido bien. Peca de machista, como las de su época, y hay un rollo raro entre Roberto Sedinho y la madre de Oliver, pero por lo general mantiene todos los elementos claves de su éxito. Es más, diría que aquellos campos interminab­les y esas eternas preparacio­nes para tirar ya no se hacen tan largas.

Y lo que sigue inmutable es la fascinació­n que provocan todos los personajes. Hace tiempo leí que al mejor jugador japonés de la historia, Hidetoshi Nakata, no le gusta ver fútbol, pero que era un fan acérrimo de Captain Tsubasa (el nombre nipón de Oliver), y que toda su motivación era reproducir las gestas de su héroe sobre el terreno de juego.

Desde que empezamos a ver Campeones, cada vez que bajamos al parque Nico se pone sus guantes de portero y grita "¡Soy Benji Price!". Yo, por mi parte, me meto en el papel de Oliver Atom y retransmit­o cada uno de mis movimiento­s tratando de imitar la voz de Miguel Ángel del Hoyo, que doblaba al locutor de los partidos en la versión española. Luego intercambi­amos roles y exagero mis palomitas para solaz del resto de padres, que me deben de ver como un motivado.

Por un lado, me encanta compartir con mi hijo esta fascinació­n por Campeones y ser el que le descubrió la serie. También pre iero que diga que es Benji Price y no Rubén, que yo muy del Celta, pero tampoco me parece que nuestro portero tenga madera de ídolo.

Por otra parte, tengo envidia del guardameta del New Team, de su carisma a prueba de años y generacion­es, inalterabl­e frente a superhéroe­s y animacione­s 3D. Supongo que es ley de vida que la admiración que mi hijo siente ahora por mí se agote y se reparta con otras personas, pero ojalá, con el tiempo, mantenga algo de ella. Ojalá ser siempre su Benji Price (con un poquito me vale).

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