TODA LA VIDA ES CINE
en falta durante el confinamiento fueron las salas de cine, esos espacios en los que vivo una especie de liturgia laica. La que implica asomarte a una venta na inmensa y, al mismo tiempo, mirar te en un espejo en el que, como en la vida misma, es decir, entre la comedia y el drama, descubres esos rincones de ti mismo que nunca te habías atrevido a mirar. En las semanas que estuvimos recluidos, vi muchas películas y sobre todo muchas series. Seguí soñando y creciendo gracias a la pantalla mucho más pequeña del salón de mi casa. Pero esas imágenes, y esos sonidos, y esas palabras, y esas historias, de ninguna manera consiguieron remover mis emo ciones con la misma fuerza que lo hace una película vista en el lugar donde se debe ver. Porque soy de esos soñadores que, aun reconociendo el potencial que supone hoy acceder a cantidades a veces desmesuradas de productos audiovisua les por las más diversas vías, se empeña en seguir aferrado a ese ceremonial que aprendió cuando, siendo muy niño, en su pueblo cordobés, casi todos los domin gos asistía a la sesión que a las cuatro de la tarde ponía delante de sus ojos un wéstern, una de superhéroes o de ciencia ficción. Un cine, de butacas de madera y cortinajes rojos, que hace décadas fue sustituido por unos horribles bloques de pisos. Nostalgia de
Por todo ello, estaba deseando que los cines volvieran abrir, aun cuando como sucede en mi ciudad hayan que dado reducidos a los que en las afueras conviven con restaurantes de comida barata. Tan lejos de los que en mi in fancia y en mi juventud me enseñaron que el mundo era mucho más grande de lo que yo creía. No obstante, conti núo buscando dentro de mí el románti co que nunca dejé de ser y aun en esas condiciones trato siempre de recuperar el gusanillo que siempre me pone ner vioso cuando me acerco a la taquilla y pronuncio las palabras mágicas. La hora de la sesión, el número de la butaca. El pasaporte hacia un universo en el que no dejan de demostrarnos que la única eternidad posible es la que nos permite viajar en los días que pisamos la Tierra.
Volver al cine en estos tiempos con fusos ha sido uno de los escasos salva vidas que me han permitido coger aire para afrontar lo cotidiano en la difícil tesitura que supone la normalidad que brada que habitamos. A pesar de la mas carilla, de las distancias, del gel y de esa especie de mirada torva que dirigimos a los otros, entre la desconfianza y el mie do, sentarme en la butaca de una sala os cura, y volver a contar los minutos que faltan para que empiecen los anuncios de los próximos estrenos, ha sido una vez más una suerte de epifanía. El (re) descubrimiento del poder sanador de la cultura, de la energía que reside en las historias que nos cuentan, de la sensa ción única e inexplicable que supone sentirse receptor único de las imágenes al tiempo que parte de un colectivo que comparte la misma luz. El milagro mul tiplicador, y socializador, de la cultura.
Al fin, tras meses de deseos confina dos, he sentido de nuevo esa turbación que me atraviesa cuando la película llega a su fin y empiezan a correr los títulos de crédito. Nombres de hombres y mujeres que han hecho posible el milagro. Esos trabajadores tan poco reconocidos, crea dores y creadoras de infiernos y paraísos, sin los cuales mi vida, nuestras vidas, la misma democracia, está condenada a ser un bucle de melancolía. Por ellos y por ellas, en este otoño incierto, rezo una oración laica y sueño con un país en el que el cine, la cultura en general, se conciba como un bien común. La mejor vacuna contra tantos virus que, sin ma tarnos, nos convierten en idiotas.