Lujo a tu medida
Frente a las cosas vulgares de la vida, el lujo nos hace sentir especiales a través de experiencias únicas y muy personales. Como la nueva categoría Designer de Zalando. Todo un lujo… sólo para ti.
Hay casi tantos conceptos diferentes de lujo como personas; y en los últimos tiempos hemos tenido ocasión de comprobar cómo, a veces, hasta las cosas más sencillas de la vida lo son. Real life luxury, la nueva campaña de Zalando, habla precisamente de eso. Nos presenta a personas reales de la ciudad de Monnickendam (Países Bajos) para que nos hablen sobre qué representa el lujo en su vida cotidiana: una escapada a la naturaleza, pasar tiempo con la familia y las amistades, o la libertad de expresar su propia personalidad. También, por supuesto, por medio de la moda. Sea como una forma de autoexpresión, de evasión o de fomentar la autoestima, la moda trasciende lo meramente funcional. El placer de vestir una prenda bien diseñada, que te habla y habla de ti a los demás, también es un lujo. Y de eso Zalando sabe bastante.
Por ello, la plataforma online de moda y estilo de vida líder en Europa acaba de reforzar, con motivo de la mencionada campaña, su división de moda premium para ofrecer a sus clientes una selección aún mejor de marcas de lujo (hasta 260) y mejorar su experiencia de compra para hacerla más parecida a la de las propias firmas. En sus perchas virtuales podrás comprar a partir de ahora, por ejemplo, Roksanda, Marchesa o la española Paco Rabanne (en la categoría de active body ready to wear), y se amplía la colección de otras marcas como Victoria Beckham y MCM.
"Designer", que así se llamará a partir de ahora la categoría, tendrá su propia dirección artística y de fotografía, de modo que no sólo comprar, sino también ojear, será un placer para los sentidos. Un lujo, en definitiva, que se suma a otro lujo (sobre todo en estos días): poder hacer todo esto cómodamente desde tu casa.
www.zalando.com
GUCCI Gafas de sol de aviador en acetato (279,95 €).
DOUCAL'S Bota de piel de cuero de puntera redonda (309,95 €).
La cosa está muchísimo peor de lo que pensaba. El otro día se acercó a ofrecerme trabajo un mendigo. 3.000 euros al mes, me dijo, y encima era cierto. O peor aún, también era cierto lo que yo gano. Acababa de sentarme en la terraza de un chiringuito en una cala de Ibiza. Uno pagable. De esos que quedan muy pocos. Unas cuatro o cinco mesas de plástico plantadas sobre la arena. Pedí algo de beber y me puse a mirar el mar, como si no tuviera nada mejor que hacer, o no existiera en la vida nada mejor que hacer. No tenía ninguna pinta de andar buscando empleo.
El mendigo podía tener 70 años, pero también 170. Tenía la cara abrasada y los ojos enterrados en arrugas, como un Shar Pei. Me vio de lejos, o probablemente sólo me olió, y empezó a caminar hacia mi mesa arrastrando sus pies descalzos sobre la arena. Vestía un bañador que debió de ser azul, y una camiseta que una vez debió de ser roja, y no debía de tener manchas de algo parecido a aceite de motor. Estrujaba en su mano un trapo sucísimo que había reducido al tamaño de una pelota de tenis, con el que comenzó a limpiar, o a ensuciar mi mesa. Hay que tener mucho cuidado, porque los multimillonarios locales andan así, como maestros Yoda de y éste, como supe de inmediato, era uno de ellos.
Supongo que le delataron sus formas, porque se sentó a la mesa como si fuera suya, muy cerca y sin mascarilla, como si no tuviera miedo de morir, o de matarme, y me hizo creer de inmediato que estaba loco. "A mí me llaman 'el flamenco", me soltó, y se puso a cantar. Cuando acabó me contó lo mejor que le había pasado en la vida, que no era el dinero, sino cuando participó a mediados de los 90 en un estrambótico concurso de televisión para artistas amateurs que presentaban Jordi Estadella y Marlene Mourreau. "Me robaron el premio", se lamentó.
Luego se lamentó de otra cosa. Uno de sus empleados, el que ponía y quitaba las hamacas, y alquilaba los patinetes, había desaparecido. De hecho era el segundo que desaparecía en dos semanas, como si se los llevara la marea. El mendigo creyó que yo podía ser un buen fichaje. Además del sueldo me daba una habitación, por eso supe que poseía apartamentos, y también un coche, por eso supe que también tenía coches. Una oportunidad laboral así sólo podía ser ilegal. Las condiciones eran muy simples. Se trabajaba todo el rato. O de sol a sol. O hasta que lloviera, o se acabara el verano. Al parecer no tenía forma de encontrar a nadie.
La mujer del mendigo era una anciana que no se separaba de una plancha a la que se reducía toda la cocina. Llevaba allí de pie desde 1958. Iba colocando los trozos de carne con cierta tristeza, como si en vez de cocinar se estuviera deshaciendo de un cadáver. Confieso que casi acepto el empleo, pero al final me excusé con que se estaba acabando el verano. El anciano me miró como si no me creyera, o como si no conociera la existencia de las estaciones. Es más, me di cuenta de que quizá no conocía otro lugar más allá de esa cala. Ni otra ropa. Que como su mujer repetía una rutina. El sol y las toallas le habían sacado del campo por un capricho del destino, y quizá otro capricho se lo arrebataría todo. Quizá ya no sabían hacer otra cosa, como aquel rinoceronte que había en el Bioparc de Valencia, que cuando fue liberado de su jaula era incapaz de caminar más allá del círculo que durante toda su vida dibujaron sus rejas. Luego el mendigo se levantó y desapareció sin despedirse, como si fuera de mentira.